EL REINADO DE DIOS
TOMÁS MAZA RUIZ, tomasmaza@telefonica.net
MADRID.
ECLESALIA, 01/10/25.- Como ya he dicho anteriormente (ECLESALIA, 15/03/24) el mensaje de Jesús se centraba en lo que él llamaba el Reino o reinado de Dios. Muchas veces el evangelio lo llama “El reino de los cielos”. No conozco la expresión exacta que utilizaba Jesús, pero el llamado Reino de los cielos nos ha hecho creer, y así permanece en el imaginario del mundo cristiano, que se trata de la vida en Dios después de la muerte. Yo entiendo que a lo que se refería Jesús es a la vida humana aquí y ahora, es decir un mundo aquí en la Tierra según el deseo de de Dios, una sociedad humana tal como la quiere Dios. La voluntad de Dios es que la vida humana sea completa, que sea todo lo feliz que pueda ser en este mundo todavía imperfecto. Dios podía habernos creado perfectos, pero entonces no seríamos autónomos sino una especie de robots que actuaríamos de forma automática. Dios nos ha dado la libertad para que la humanidad vaya avanzando en el conocimiento y conquistando gradualmente un mayor grado de autonomía. Somos animales (seres con alma-ánima-), que hemos dado un salto definitivo en nuestra evolución para hacernos cada vez más autónomos y buscar por nuestros propios medios una vida cada vez más perfecta, pero esta misma libertad que disfrutamos nos lleva una y otra vez a equivocarnos y utilizarla para decisiones egoístas que no tienen en cuenta el bien de los demás. La llamada de Jesús nos hace ver que todos somos hijos del mismo Padre-Madre y que nuestro comportamiento tiene que ser fraternal. El Padre Nuestro nos lo dice de forma clara: que se haga la voluntad de Dios en la Tierra, como se hace en el Cielo.
El cielo es un concepto mítico que hemos imaginado como un Paraíso idealizado con imágenes infantiles. No sabemos como es Dios (“a Dios nadie lo ha visto”, dice san Juan) ni cómo es eso que llamamos cielo. Lo que sí podemos imaginarnos es como sería nuestro mundo si los humanos nos dedicáramos a buscar el mayor bien, la mayor justicia y la mejor distribución de los bienes que Dios ha puesto en nuestro mundo para el disfrute de toda la humanidad sin discriminaciones por sexo, raza y opiniones políticas o religiosas. Un mundo en el que rigiese la Regla de Oro: ”Haz a los demás lo que quisieras que te hicieran a tí” o “No hagas a los demás lo que no quisieras que te hagan a ti”. Esta norma está en la base de todas las religiones, aunque luego las creencias de estas religiones sean tan diversas como diversas son las culturas que se han creado a lo largo de la historia según las circunstancias de cada pueblo, desconociéndose unas de otras. En este momento de la historia el mundo se está unificando por la facilidad de los viajes y de los medios de comunicación y estamos en el momento oportuno de conocernos mutuamente y empezar a construir entre todos ese mundo fraternal que pretendía Jesús con su metáfora del Reinado de Dios.
Los judíos del tiempo de Jesús conocían y usaban la expresión “Reino de Dios” pero la entendían como un Reino político en el que Dios haría que el Pueblo Judío triunfara de todos sus enemigos e impusiera su poder sobre toda la humanidad. Esta es la idea de Santiago y Juan cuando piden a Jesús los puestos a su derecha e izquierda en su Reino. También la del resto de los discípulos que disputaban sobre quién de ellos sería mayor en el Reino que pensaban que iba a instaurar Jesús. Jesús les contesta: ”No sabéis lo que decís”.
Para Jesús el Reino ya está aquí, es decir está cuando alguien acepta la palabra de Jesús y empieza a obrar como Dios quiere, pero está como un comienzo, como una pequeña semilla, como el grano de mostaza, que se ha de desarrollar gradualmente y no como una irrupción divina en el espacio humano. Una imposición de Dios a los seres humanos sería anular la libertad que Él nos ha dado en el momento de la creación.
Esta tentación de instaurar un Reino de Dios en la tierra mediante el poder ha sido la de la Iglesia cristiana a lo largo de toda su historia. Esta tentación ha estado en la base de las luchas de religión, de las cruzadas contra los infieles predicadas por los papas e incluso por un santo como Bernardo de Claraval, la persecución de judíos y los llamados herejes durante los tiempos de la Inquisición, las declaraciones de los Concilios de que fuera de la Iglesia Católica no había salvación, la de la lucha de los papas contra los reyes y emperadores medievales pretendiendo que el poder papal estaba por encima de todos los poderes terrenales, la conversión forzada de los pueblos conquistados y por último la concepción del Estado Vaticano como un reino político que incluso en nuestros días, aunque diminuto, es un estado más y además absoluto en contradicción con la democracia que predican las encíclicas papales al resto de los países. Un estado monárquico con embajadores, -los nuncios-, con atribuciones tanto políticas como religiosas.
Se habla mucho del ecumenismo cristiano, de la unión de los cristianos, del diálogo entre las religiones, del respeto ante el que es de otra religión o es agnóstico o ateo. Estas diferencias merecen todo nuestro respeto, porque se basan en las creencias que se les han enseñado y ordenado creer a cada uno según su religión y su cultura, pero no son los dogmas y los ritos religiosos lo que Jesús nos enseñó en su Evangelio. Para Jesús la religión verdadera no es la del que cree intelectualmente los dogmas religiosas, sino la del que se esfuerza en hacer el bien a los demás, sean cuales sean sus creencias. Jesús se identifica con el que da de comer al hambriento, el que viste al desnudo, el que consuela al triste, visita al enfermo o al preso (Mateo 25). Por lo tanto entiendo que lo esencial no son las creencias, aunque sean respetables, sino los hechos.
En la época actual estamos en un momento único en la historia del género humano en el que el intercambio de ideas entre todas las culturas y las religiones son por primera vez accesibles a toda la humanidad. Este es el momento de poner en práctica la Regla de Oro no sólo individualmente, sino a nivel planetario, estableciendo en todos los países la justicia y la paz. Que no haya ciudadanos pobres mientras otros son opulentos, que termine el hambre, la pobreza, la ignorancia, que terminen las guerras, que se acabe con la ignorancia… Esto es una utopía, pero como decía Eduardo Galeano: la utopía es como el horizonte, si das un paso el horizonte se retira otro paso, si se da el segundo paso, el horizonte vuelve a retroceder y así sucesivamente… Entonces ¿para qué sirve la utopía? Pues para avanzar. Esta es la utopía del Reino de Dios hacia la que debemos avanzar. Está claro que en esta vida no vamos a alcanzar la perfección, pero vamos a dar los pasos necesarios para que las futuras generaciones tengan un mundo cada vez más justo y más feliz (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia. Puedes aportar tu escrito enviándolo a eclesalia@gmail.com).
