LA CARACOLA DE LOS CAMINOS
IÑIGO GARCÍA BLANCO, Hermano Marista, i.garciablanco@gmail.com
SIRACUSA (ITALIA).

ECLESALIA, 22/10/25.- El mar me evoca memoria y promesa. Tiene la voz de quienes partieron y de quienes esperan. Es espejo y frontera, tumba y cuna. En él caben todos los silencios del viaje y todos los sueños que empujan las olas hacia una orilla que todavía no tiene nombre.

Entre las dunas, el viento silba palabras antiguas.
Un niño camina descalzo sobre la arena caliente.
Busca una tierra donde los pozos no estén secos y el horizonte no duela.

A su paso se unen otros: rostros distintos, lenguas diversas, la misma sed. Comparten dátiles, canciones, historias de madres que quedaron atrás.

El desierto se abre al mar.
El agua brilla, pero no promete.
Las olas parecen brazos, pero también muros.

Suben al cayuco, ese pequeño cuerpo de madera
que lleva dentro cien esperanzas.
El viento sopla, la noche los envuelve, el miedo grita.
Hay quienes rezan, hay quienes cantan,
hay quienes simplemente miran el cielo buscando la estrella del regreso.

Una tormenta los sacude.
El mar, furioso, los pone a prueba.
Al amanecer, la orilla acoge lo que el agua devuelve:
pasos nuevos, respiraciones temblorosas, una caracola.

En la arena, un niño juega.
Levanta la caracola, la acerca a su oído,
y escucha.

Dentro suena un rumor de pasos
sobre la arena,
voces que mezclan lenguas distintas,
y una canción que dice que
nadie debería cruzar solo el desierto ni el mar.

Entonces, una mano oscura y una mano clara
tocan juntas la caracola.

El mar calla.
Solo queda el eco de un latido compartido.

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