BUENA PAZ NAVIDEÑA O HUMANA
JAUME PATUEL i PUIG, pedapsicogogo y teólogo, jpatuel@copc.cat
MATARÓ (BARCELONA).

ECLESALIA, 29/12/25.-Vivimos en un mundo donde la palabra “paz” ha sido muchas veces secuestrada, manipulada y utilizada como bandera de imperios, regímenes y estructuras de poder que, paradójicamente, se han construido sobre la violencia. A lo largo de la historia se han proclamado paces que, lejos de representar la concordia entre los pueblos, han sido resultado de una dominación militar, de una conquista o de un genocidio disimulado.

Ante esta realidad, la Navidad nos propone otra manera de entender la paz: una paz humana, frágil y sencilla, que nace en un establo y que se fundamenta en el respeto, el amor y la democracia. Y es duradera, además de humana.

La paz alejandrina, aquella que surgió con la expansión del imperio de Alejandro Magno, fue una paz ganada a sangre y fuego. Alejandro, a pesar de su fama de gran estratega junto con la influencia y respeto hacia las culturas, construyendo una cultura intelectual helenizada, cimentó su dominio sobre la destrucción de pueblos enteros. La paz que ofrecía era, en realidad, la sumisión a su cultura y a su ejército.

La paz augusta, más tarde, se inscribe dentro del proyecto de Roma: la llamada pax romana, fruto de la estabilidad impuesta por el Imperio después de décadas de guerras civiles. Pero esta paz, tan exaltada por los historiadores romanos, era el resultado de un estado policial, de crucifixiones públicas, de esclavitud masiva y de la anulación de cualquier disidencia. Era una paz de cemento y miedo, de carreteras para las legiones y de silencio forzado para las voces opositoras.

También la paz constantina, que en principio debía ser una extensión del mensaje de Jesús de Nazaret, cayó a menudo en la tentación del poder. Desde la Edad Media hasta las cruzadas y la Inquisición, la Iglesia institucional contribuyó a imponer una paz cristiana que, lejos del amor evangélico, se fundamentó en la represión, la quema de herejes y la colonización espiritual y cultural de pueblos enteros. En nombre de un Dios de amor se cometieron actos de extrema inhumanidad.

Esta paz impuesta —sea con espadas, cruces o tratados— es una paz que nace del miedo y del control. Es una paz de cementerios. Y aún hoy, muchos discursos políticos hablan de “paz” mientras mantienen estructuras injustas, sistemas económicos que explotan a millones de personas y fronteras que condenan a la muerte a tantos seres humanos.

Pero la Navidad nos habla de otra paz. De una paz radicalmente diferente: otra mirada integral.

Cuando decimos paz navideña o humana, no hablamos de un armisticio temporal ni de un silencio entre bombas. Hablamos de una paz interior y colectiva que nace de una actitud vital: la del respeto al otro, la del amor activo y la de la justicia.

Jesús, el niño que nace en un establo —o el niño simbólico y  real que todos llevamos y somos—, no trae espada ni dirige legiones. No viene a conquistar imperios, sino a tocar corazones. No impone: invita. No castiga: perdona. No divide: une. Expone,  no impone.

La paz navideña no es una paz impuesta, sino dialogada. No es uniformidad, sino diversidad reconciliada. No es silencio, sino palabra compartida. La gran unidad la diversidad.

Esta paz solo puede arraigar si se fundamenta en una verdadera democracia: no en su caricatura formal, sino en una democracia vivida, donde cada persona es escuchada, valorada, educada y respetada. Es una paz que necesita justicia social, igualdad real y derechos para todos.

Por eso la paz navideña es revolucionaria. Porque desafía lógicas de poder, de exclusión y de violencia. Es una paz que comienza en el corazón pero que debe extenderse a los sistemas sociales, políticos y económicos. Es un llamado a sustituir el dominio por la convivencia, la fuerza por la empatía, la imposición por la escucha.

Puede parecer utópico, pero la Navidad nos recuerda que aquello frágil puede ser inmenso. Que un niño puede desarmar un imperio. Que un establo puede ser más poderoso que un palacio. Que el amor puede más que el miedo. Que una pequeña luz puede iluminar toda una noche.

Así celebremos, pues,  la Navidad no únicamente como una pausa estética entre consumos y calendarios, sino principalmente como una oportunidad para revisar qué tipo de paz estamos promoviendo en nuestra vida interior, personal, familiar y colectiva. Apostemos por la paz que no mata, que no encarcela, que no excluye. Apostemos por la paz que ama, que dialoga, que acoge.

La paz navideña no es el final de una guerra, sino el comienzo de una humanidad nueva.

Y recordemos algunos pensamientos:

  • Taoísmo: “El maestro no lucha, y por eso nadie puede vencerlo. No impone, y por eso el mundo le escucha.”
  • La Buena Nueva (Evangelio): “Felices los que trabajan por la paz: Dios los llamará hijos suyos.”
  • Islam (Corán): “Dios os llama a la casa de la paz y guía a quien quiere hacia el camino recto.”
  • Albert Einstein (secular): “La paz no puede mantenerse por la fuerza, solo puede alcanzarse mediante la comprensión.”
  • Joan Maragall (poeta y pensador catalán, 1860–1911): “La única fuerza es el amor; toda otra fuerza es violencia.”

Feliz Navidad con paz humana (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia. Puedes aportar tu escrito enviándolo a eclesalia@gmail.com).