ENTRE GRIETAS
Crónicas de una vida bendecida desde este lado del Mediterráneo
IÑIGO GARCÍA BLANCO, Hermano Marista, i.garciablanco@gmail.com
SIRACUSA (ITALIA).
ECLESALIA, 30/12/25.- Cerrar 2025 no es hacer balance de logros ni ordenar resultados. Para mí ha sido, más bien, detenerme, bajar el ritmo, afinar la escucha y dejar que la vida -tal como ha sido vivida- diga su palabra. Desde este lado del Mediterráneo, en Siracusa, el año se me revela como una sucesión de crónicas pequeñas, aparentemente insignificantes, pero cargadas de sentido. Historias sin épica, sin focos, sin titulares. Historias tejidas entre periferias y fronteras, allí donde habitan demasiadas veces los descartados, pero donde también brota una humanidad terca que se niega a desaparecer. Recorro este año dejándome guiar por palabras que llenan de sentido, de emoción y de pausa la vida tal como se concreta.
Si tuviera que nombrar el pulso profundo de este año, la palabra con mayor eco sería esperanza. No una esperanza decorativa, ni espiritualizada para no incomodar, sino una esperanza encarnada, frágil y resistente, que se abre paso entre grietas. Esperanza como postura ética y humanizadora, como decisión cotidiana de no acostumbrarse a la injusticia. En árabe, esperanza se dice amal. Y pronunciarla así no es un gesto exótico ni ideológico: es reconocer que otras lenguas también saben decir la vida, que otros pueblos han sostenido la esperanza mucho antes que nosotros, a menudo en condiciones más duras, más expuestas, más silenciosas.
Amal ha atravesado este año como una luz pequeña. No promete soluciones inmediatas, pero orienta. Es la esperanza que nace cuando alguien vuelve a confiar, cuando un trámite se desbloquea, cuando una risa irrumpe después del cansancio, cuando una historia encuentra un oído que no juzga. Es una esperanza que no niega el dolor, pero tampoco le concede la última palabra. Quisiera sostener y dejarme sostener por la esperanza, amal. Quizá encuentre forma en un espacio, en una comunidad, en un itinerario compartido que se va haciendo al andar.
Junto a la esperanza, ha resonado con fuerza la dignidad. Una palabra gastada por el uso, pero imprescindible. Dignidad es afirmar que ninguna vida es sobrante, que nadie puede reducirse a expediente, número o categoría administrativa. Dignidad es llamar por su nombre, respetar los tiempos, reconocer derechos incluso cuando el sistema los retrasa o los niega. En 2025, la dignidad se ha defendido muchas veces sin aplausos: en movilizaciones discretas, en conversaciones repetidas, en acompañamientos largos y silenciosos. Allí donde la dignidad parece invisible, se vuelve más urgente.
De esa dignidad brota la fraternidad. No como emoción espontánea, sino como práctica cotidiana. Fraternidad es dejarse afectar por la vida del otro, aceptar que estamos vinculados, que no hay salvación individual. En un tiempo que refuerza muros y discursos de exclusión, la fraternidad se vuelve un gesto radical. Aparece cuando compartimos mesa y tiempo, cuando la lengua no es la misma pero el cuidado sí, cuando el miedo se transforma lentamente en confianza.
La hospitalidad ha sido otra palabra clave de este transitar. Hospitalidad no es caridad vertical ni gesto paternalista. Hospitalidad es crear espacio para que el otro pueda ser, respirar, recomenzar. Es transformar la frontera en umbral, la sospecha en acogida, el control en acompañamiento. Es reconocer, con humildad, que todos en algún momento hemos necesitado ser recibidos.
Hablo de periferia y frontera no solo como lugares geográficos, sino como espacios existenciales. La frontera es donde se decide quién cuenta y quién no; la periferia, donde el sistema llega tarde o no llega. Pero también son lugares de creatividad, de resistencia, de vida que insiste. En 2025 he habitado fronteras administrativas, culturales, lingüísticas y emocionales. Y allí he descubierto que la humanidad se abre paso incluso cuando todo parece diseñado para contenerla.
Otra palabra que ha dejado su huella es baraka -presente, tanto en la tradición árabe como en la hebrea- y que significa bendición. No una bendición mágica ni ingenua, sino la fuerza que brota cuando la vida se comparte. La baraka se manifiesta en encuentros improbables, en redes que se tejen casi sin darse cuenta, en gestos sencillos que sostienen más de lo que aparentan. Sentirme bendecido no ha tenido que ver con la ausencia de dificultades, sino con la certeza íntima y compartida de que no camino solo.
Todo esto lo he vivido desde una mirada creyente, abierta y hospitalaria, capaz de dialogar más allá de una visión única o cerrada. Creo en un Dios que se encarna en la historia concreta, que habita la fragilidad humana, que se deja encontrar en los rostros y en los gestos de vida. Un Dios que no se impone desde arriba, sino que se revela desde abajo: en el cuidado, en la escucha, en la fidelidad cotidiana. La vida me habla de Dios cuando se vuelve encuentro, cuando resiste, cuando se ofrece aun herida. Y escuchar esa voz exige silencio, atención y humildad.
Por eso, las palabras árabes que he ido acogiendo este año –amal, baraka, dar (hogar)- son para mí un signo cómplice de abrazo a la diversidad cultural. Usarlas no es ideologizar, sino dejarme hospedar por el lenguaje del otro, reconocer que también ahí se nombra la esperanza, la bendición y el hogar con una hondura que me ensancha. Dar, hogar, no es solo un techo: es pertenencia, seguridad, reconocimiento. Muchas personas han perdido su hogar varias veces; acompañar la reconstrucción de un hogar interior y exterior ha sido uno de los desafíos más hondos de este año.
En este camino, la defensa de los derechos ha sido constante. Derechos de la infancia, derechos sociales, derechos humanos. No como abstracción, sino como carne viva. Cada derecho vulnerado tiene rostro; cada derecho garantizado abre futuro. Defenderlos ha significado insistir cuando cansa, denunciar cuando incomoda, acompañar cuando el proceso se alarga más de lo justo. Entre redes y relatos, entre historias que se cruzan, se ha ido construyendo comunidad.
No puedo cerrar el año sin nombrar las grietas y los silencios innombrables. Las ausencias que pesan, las historias que no llegaron a puerto, los nombres que el mar guarda. Desde este lado del Mediterráneo sabemos que hay dolores que no encuentran palabras. Nombrarlos, aunque sea con respeto y pudor, es un acto de memoria y de justicia.
Y, sin embargo, en lo profundo del silencio acontece el misterio. Un silencio que no es vacío, sino gestación. En estos días, casi sin avisar, vuelve a colarse la esperanza. Como un susurro. Como una luz pequeña que no deslumbra, pero orienta. Tal vez sea ahí donde la vida, una vez más, nos habla.
Estas crónicas no son heroicas ni extraordinarias. Son vida cotidiana, caminada despacio, sostenida en lo pequeño. Pero es ahí, precisamente ahí, donde siento que estamos bendecidos. Porque celebramos la vida. Y la cuidamos. Incluso, y sobre todo, entre grietas.
Y ahora, al cerrar este año, la pregunta queda abierta: ¿Qué palabras han sostenido tu camino en 2025? ¿Cuáles han dado nombre a tus miedos, a tus búsquedas, a tus gestos de cuidado? ¿Qué palabras te han permitido no rendirte, seguir creyendo, seguir habitando la vida incluso entre grietas? Tal vez también tú descubras que hay palabras pequeñas aprendidas, heredadas o prestadas que te han bendecido sin hacer ruido. Nombrarlas es ya un acto de conciencia y de esperanza. Compartirlas, quizá, sea el primer paso para seguir tejiendo hogar, fraternidad y vida allí donde más se necesita (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia. Puedes aportar tu escrito enviándolo a eclesalia@gmail.com).
