MIRADA DE JESÚS SOBRE EL COSMOS
Ecología y cristianismo
EVARISTO VILLAR, evaristo_villar@yahoo.es
MADRID.

ECLESALIA, 17/01/11.- A estas alturas ya nadie ignora, salvo pequeños reductos muy ideologizados o interesados, que la intervención humana  en la tierra está siendo exagerada. Estamos degradando nuestra casa común. Y cada día es más numeroso el coro de voces que se alza para exigir un cambio en nuestras relaciones estructurales, técnicas y filosóficas con el entorno.

La ciencia actual, por su parte, nos está advirtiendo que estamos empobreciendo la vida y extinguiendo la diversidad de especies que son, ya en sí mismas, independientemente del uso que hagamos de ellas, un valor inestimable. Esta misma ciencia va poniendo de manifiesto la vinculación radical del ser humano con la tierra con la que forma unidad física y con la que tiene unas relaciones presentes y futuras sólidas e indisolubles.

A todo esto se une  el esfuerzo creciente de la teología de la naturaleza que, en el umbral de una nueva cosmología -entre los datos que va suministrando la astrofísica (lo macro) y la física cuántica (lo micro)-  está descubriendo la base de otra posible experiencia de Dios y de una nueva ética ecológica.

En resumidas cuentas, tanto la conciencia social creciente como la ciencia y la reflexión teológica nos invitan a mirar de modo diferente nuestra  relación con  el conjunto del universo,  y, a su vez,  el “lugar”  que reservamos a  Dios en esta mirada.

1. Todo es/somos linaje suyo.  Si durante el primer milenio, dominado por la cosmovisión de Tolomeo, Dios habitaba “allá arriba” y el ser humano sobre el Planeta era un tímido reflejo de su imagen omnipotente, con el despertar de la razón y  los inestimables hallazgos de Copérnico y Galileo,  Newton y Einstein se fue allanando el camino para que más tarde  la Edad Moderna alcanzara a ubicarlo “más abajo”, entre el universo de las cosas existentes,   compartiendo con el ser humano el señorío en el cosmos. San Pablo, mucho antes, había apuntado en esta misma dirección al declarar  en el Areópago, ante  los sabios atenienses,  que Dios “no se encuentra lejos de cada uno de nosotros; pues en él vivimos, nos movemos y existimos… porque somos de su linaje (Hch 17, 27-28). Pues bien, esta atrevida  inspiración paulina se puede ir iluminando hoy día desde las aportaciones de las nuevas ciencias cosmológicas donde todo lo que existe aparece ligado e interconectado y donde el ser humano no llaga sobre el planeta  como un aerolito venido de otro mundo sino surgiendo desde la entraña misma de la Tierra, estando ésta, a su vez, vinculada a un universo inimaginablemete más grande. “Dios no es todo” (panteísmo) dirá la teología, pero “está en todo”, animando el proceso cósmico hasta su consumación.

2. En este contexto cabe preguntarse qué es lo que nos ha pasado para haber perdido tan desmesuradamente los papeles. ¿Cómo es que de ser parte intrínseca de ese organismo vivo –en expresión de Atahualpa Yupanqui, somos la Tierra que anda, piensa, siente y ama- hemos llegado a convertirnos en sus  verdugos y enemigos?

Hay muchos que piensan, y no le faltan razones, que de este mal proceso son en gran parte responsables las religiones y, más en concreto,  el cristianismo por la imagen distorsionada que ofrece de la especie humana en el cosmos. Según este discurso,  el despliegue real del “hombre bíblico” sobre la tierra ha sido una de las mayores causas de la actual crisis ecológica. Y se pronostica que mientras no cambiemos esta forma de ver nuestra relación con el cosmos, la superación de la actual crisis ecológica será poco menos que imposible.

Uno de los pensadores que más tempranamente denunciaron el origen religioso del deterioro ecológico fue el estadounidense Lynn Townsend White Jr. Este profesor de historia medieval llegó a descubrir en el dinamismo cristiano de la Edad Media los “fundamentos psicológicos” que llevaron posteriormente a la Revolución Industrial a unir ciencia y tecnología en la magna y religiosa empresa de explotar la tierra. La teología judeocristiana, legitimadora de tal expolio,  la recapituló White en su ya clásica conferencia sobre Las raíces históricas de nuestra crisis ecológica (1966) en dos imágenes sacadas de la tradición sacerdotal de la Biblia: la condición de “imagen de Dios” que distingue al ser humano del resto de la creación (Gn 1,26-27);  y su “dominio absoluto”  sobre la tierra,  que interpreta como mandato divino (Gn 1, 26-28).

¿Qué hay de verdad en todo esto? Otros pensadores y exégetas, igualmente preocupados por el deterioro medioambiental del Planeta, han continuado explorando la Biblia judeocristiana y han llegado a una conclusión similar. A juicio de Leonardo Boff, por ejemplo, existen evidentes fundamentos  antiecológicos en la tradición judeocristiana que, indudablemente, han tenido que ver con el actual deterioro de la Tierra (cfr. Connotaciones antiecológicas en la tradición judeocristiana, en Latinoamericana. Org/2010/info).

Entre estos elementos antiecológicos,  señala Boff en primer lugar,  el “patriarcalismo” en que está transmitido todo el mensaje bíblico que rompe, ya de entrada, el equilibrio de los géneros. Más al fondo,  aparece  el “monoteísmo”, que,  en su versión más radical causó una separación absoluta entre Dios y la creación, privando a ésta de la policromía de manifestaciones de la única divinidad. El monoteísmo tuvo su traducción política en el “antropomorfismo” que concentra  en el ser humano la representación única  de la divinidad,  causando una nueva separación de comunidad cósmica  toda ella portadora y reveladora del Dios único. A todo esto se le añade la ideología tribalista de la “elección como pueblo” que lleva necesariamente a la exclusión de todos los demás. Y,  sobre todo, la “demonización” que hace la Biblia de la naturaleza por causa de la caída del ser humano. Es terrible, a este propósito,  la mentalidad que respira la  sentencia bíblica: “maldita la tierra por tu causa” (Gn 3,17). Todo esto  está a la base del desprecio cristiano del mundo, de la sospecha sobre todo placer y  de la falta de cuidado de un planeta que hemos considerado como objeto de explotación y hasta como enemigo.

3. Si esto fuera cierto, como creemos,  será cuestión de preguntarnos ahora ¿en qué medida el cristianismo,  que ha sido (no solo él, pero sí en gran parte)  causa del problema, podría llegar a ser parte de la solución? A mi modo de ver, la respuesta puede  llegar desde estas dos prácticas: la  recuperación de “la frescura de la mirada de Jesús a la naturaleza”;  completada, a su vez, con el  “discurso que hicieron los primeros cristianos” sobre su propia identidad (la de Jesús)”. Recuperando seriamente el aliento inicial del cristianismo,  tanto la espiritualidad como la ética poden llegar a ser un revulsivo profético importante frente a la crisis ecológica actual.

En primer lugar,  la frescura de la mirada de Jesús sobre la naturaleza. La unión de Jesús con Dios, arraigada en su experiencia de Dios como Abba, se manifestó, según los sinópticos, en su identificación con los seres humanos y en su unicidad con la naturaleza. El Abba es un Dios creador, solícito con todos los seres, con los lirios del campo, con las aves de cielo, con los seres humanos y la maravillosa diversidad de vida sobre la tierra. Todos los  seres y todas las vidas  son  obra de la acción creadora y providente del Abba.  Hasta el mismo Jesús debió entenderse a sí mismo como fruto de esa acción amorosa que todo lo crea y mantiene en la existencia. En una edad precientífica como la suya, este mantenimiento en el ser debió ser experimentado por Jesús  como una acción poética y providente,  en vigilante cuidado para vestir de colores las flores del campo, para dar de comer a las aves del cielo y aún para  hacer salir el sol sobre buenos y malos (Mt 5 y 6). Todo el cosmos se mantiene vivo y en constante evolución por la creatividad permanente del Abba.  Desde esta forma de mirar de Jesús, ¿no recobra el universo toda la frescura de los primeros capítulos del Génesis, cuando las cosas que iban apareciendo sucesivamente eran todas buenas a los ojos de Dios?

Esta mirada original de Jesús sobre una naturaliza, siempre nueva y reciente,  se completa con la reflexión profunda que hace posteriormente Pablo, identificando a Jesús  con el Cristo pospascual, o el Mesías de Dios prometido.  La reflexión de Pablo es todo un alarde de interrelación con el cosmos  globalizado (habla del Cristo cósmico) y de un proceso de recapitulación de todas las cosas hacia  la unidad definitiva en el Cristo total -el Punto Omega,  como dirá osadamente Teilhard de Chardin desde una cosmología todavía incipiente-. Ya en la década de los 60  del primer siglo,  Pablo había hecho algunas síntesis de tema tan atrevidas como las siguientes: que el Mesías está al principio de las obras de Dios,  como modelo de su creación; que es además “la meta y plenitud”  hacia la que toda la creación tiende: “el es modelo y fin del universo creado, él es antes que todo y el universo tiene en él su consistencia” (Col 1, 17).  Un par de décadas más tarde, profundizando la reflexión anterior,  Pablo desribe el proyecto de Dios para la época final de la historia. Este proyecto consiste en la “unidad universal” que tiene como punta del iceberg  la unidad de todos los seres humanos (lo terrestre) con Dios (lo celeste): “nos reveló (por medio de Jesús Mesías) su designio secreto, conforme al querer  y proyecto que él tenía  para llevar la historia a su plenitud: hacer la unidad del universo  por medio del Mesías, de lo terrestre y de lo celeste” (Ef 1, 10).

Para el propósito de esta breve incursión en la teología del Nuevo Testamento quizás nos basten estas dos reflexiones finales: una referida a la genuinidad de la espiritualidad cristiana y otra a sus consecuencias ético-ecológicas.

Referente a la primera, yo diría que ya no se puede, contando con las aportaciones de la ciencia, pensar en una espiritualidad cristiana  que contemple a la naturaleza como un acto cerrado, acabado y completo,  sino como un organismo vivo, un proceso en permanente evolución (recreación) hacia un futuro desde donde le llega la consistencia y solidez. Tampoco se puede pensar ya el ser humano como un extraterrestre venido desde fuera como un aerolito sobre el cosmos, ajeno en un universo que resulta ser su propio hogar (él pertenece a la noosfera, la parte pensante de la naturaleza). E ser humano es parte de un proceso evolutivo que, pasando por la geosfera (la materia) y la biosfera (la vida) sigue caminando (encarnación) hacia la unidad plena de todo el universo en Cristo, empujado y mantenido por la acción amorosa del Abba.

Y respecto a la ética ecológica, si ya no podemos pensar el ser humano fuera del cosmos ni encontrar a Dios y a su Cristo fuera de esta misma realidad, será siempre un desatino seguir explotando el Planeta como dominadores absolutos del mismo. Toda su enorme riqueza y biodiversidad está siendo empujada desde dentro paor la acción amorosa del Abba. Dios va inmerso en el mismo en el que vamos caminando con todo el cosmos hacia la plenitud. El haber pensado al ser humano y  al Dios creador  fuera de esta dinámica nos ha llevado a la crisis actual del planeta. Será necesario retornar nuestras prácticas de fe, esperanza y caridad a la Tierra donde está nuestro hogar. Todas las miradas cristianas más conscientes se fijan hoy día en Francisco de Asís que, siguiendo a Jesús de Nazaret, supo hacer una síntesis perfecta entre el cosmos, el ser humano y Dios. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).