Espiritualidad y compromisoESPIRITUALIDAD Y COMPROMISO EN EL MUNDO
Ponencia presentada en el IFTIM*
MARI PAZ LÓPEZ SANTOS, pazsantos@pazsantos.com
MÉXICO D.F. (MÉXICO).

ECLESALIA, 07/01/14.- Empezaré comentando una anécdota que habla de camino, porque de camino vamos a tratar, de camino espiritual.

Un camino que primero ha de llevarnos hacia dentro de nosotros mismos y después nos llevará hacia fuera de nuestra pequeña persona, si de verdad recorremos las etapas del que nos lleva hacia dentro. No es un trabalenguas, vamos a verlo juntos. Ya se intuye en el título de esta charla: “Espiritualidad y compromiso en el mundo”.

Hace unos años estaba pasando unos días en un monasterio. Me levanté muy temprano, la hora de Vigilias, cinco de la madrugada, noche cerrada; esa hora a la que, tanto monjes como laicos, tenemos cara de levantados a destiempo; y de camino por el claustro hacia la capilla me encontré con uno de los monjes que, con sonrisa de complicidad y voz muy suave, casi un susurro (a esas horas no se habla), me preguntó: “¿A dónde vas tú a estas horas?”. “Exactamente al mismo sitio que tú”, le contesté, casi mecánicamente, sin reparar en la frase. Al poco rato nos encontramos de nuevo en la capilla, con toda la comunidad, mientras sonaba la campana para iniciar la oración.

Esta sencilla escena me abrió a una comprensión mayor: todos buscamos a Dios y eso nos une en un Camino Común; la oración nos pone en marcha y no debemos olvidar que vamos juntos, y que tenemos una misión personal y comunitaria en el mundo.

Desgraciadamente esto lo olvidamos pronto y comienza el alejamiento:

–          Nos alejamos de nosotros mismos. Perdemos de vista la propia esencia.

–          Nos alejamos de los otros. No los reconocemos como hermanos del mismo Padre. Ponemos tanta distancia que acaban convirtiéndose en enemigos, contrincantes, competidores…

–          Nos alejamos de Dios. Nos vestimos, nos tapamos como hicieron Adán y Eva, cuando antes no sabíamos lo que era estar desnudos ante la mirada, la confianza y el amor de Dios.

ESPIRITUALIDAD Y ALEJAMIENTO DE UNO MISMO

Imaginemos por un momento que alguien decide dejar de usar la mitad de su cuerpo. Pasado un tiempo empieza a notar signos de debilitamiento, de pérdida de fuerza, de atrofia, incluso de manifiesta enfermedad, afectando no sólo a la parte inmovilizada sino también a la otra mitad sana.

Algo así ocurre con el ser humano de nuestro tiempo. El que salió de la civilización del racionalismo, que construyó una sociedad en la que, tener y consumir, son el eje vital y se ha olvidado de su ser espiritual. Lo arrinconó, lo escondió y ahora no sabe identificar donde se encuentra.

Siente un desasosiego que le impulsa a buscar para llenar su vacío interior. La obsesión por el dinero, el poder y la imagen social son el síntoma claro de desasosiego interno. Ha llegado a un punto en el que no puede vivir solamente de lo que ve, de lo que toca, con lo que gana, con lo que posee; no puede sobrevivir con lo que le aconsejan que le dará la felicidad, comprobando casi al instante que, lo prometido como felicidad, ha quedado en algo vano, sin sentido.

Un regusto de fracaso hace su aparición una y otra vez provocando una triste sensación de sinsentido. Mira a todos lados buscando algo que sacie de verdad su sed de trascendencia, pero ha olvidado donde se salió del camino y no tiene claro como volver a él.

Busca en realidades de culturas lejanas pues lo conocido por su educación, su propia cultura no le satisface, lo vivió demasiado superficialmente. Se adentra en técnicas que le provocan bienestar, sosiego, pacificación para volver al mundo de cada día, tan destructivo por los intereses que maneja.

Ese anhelo de encontrar algo placentero que llene y plenifique la vida, también se identifica en búsquedas erróneas que llevan a la destrucción: como la droga, que mata; el sexo como uso y abuso del otro, utilizado como objeto; la ambición por el dinero y el poseer que lleva a una dinámica de insatisfacción permanente; y tantos otros ejemplos, que conocemos.

Si como decía en el ejemplo, abandonar el 50% de nuestro cuerpo físico hasta la total atrofia, tiene consecuencias para toda la persona; abandonar nuestro genuino ser espiritual nos adentra en una huída de nosotros mismos. Sepultando la imagen de Dios grabada en nuestro interior desde el origen, perdemos la semejanza, nos alejamos de nuestra propia esencia como seres humanos… estamos en peligro.

Leí un pensamiento, atribuido a Teilhard de Chardin, que dice: “No somos seres humanos viviendo una aventura espiritual sino seres espirituales viviendo una aventura humana”.

Quizás Teilhard de Chardin nos aclara que solamente con la fragilidad de lo humano no podemos avanza ni en el amor, ni en la felicidad; ni siquiera en la comprensión de nosotros mismos, y mucho menos de Dios y de los otros.

Quizás también por eso hablamos tanto de espiritualidad, aún sin saberlo expresamente. Hablamos de lo que nos falta, de lo que deseamos. Y ha llegado el momento, y es ya…de ponernos confiadamente en marcha iniciando, conscientemente, el camino de retorno.

Habrá que identificar el momento del despiste, donde fue el requiebro, cuando nos salimos de ruta, tomando un sendero equivocado y, como hijos pródigos, como aquel de la parábola, aunque sólo sea por el impulso del hambre y la sed, caminemos de vuelta al Padre.

Así que hablamos de espiritualidad porque eso somos: seres espirituales surcando un mar embravecido por un materialismo que se ha inyectado en todas las facetas humanas de nuestra vida, y hemos dejado que la vida del Espíritu en nosotros, esté ralentizada, adormecida, oculta…

No olvidemos que somos nosotros quienes ponemos distancia. No olvidemos que Dios no se va; es Él quien siempre espera, el que permanece. Nos encuentra antes de que nosotros le busquemos, pero respeta nuestra libertad con infinita paciencia.

¿Cómo llegar a reconocer quien soy? Luego iremos viendo.

ESPIRITUALIDAD Y ALEJAMIENTO DE LOS OTROS

¡Pobre criatura humana!, sin reconocerse a si misma ¿cómo mirará a los que le rodean?, supuestamente, sus iguales. Alejado de sí mismo, los otros se perciben como amenaza, se convierten en competidores. Se generan relaciones conflictivas, incluso violentas.

Hay un síntoma de nuestra sociedad que expresa el alejamiento de unos y otros: vivimos en compartimentos estancos. Las relaciones son cada vez más superficiales y formales. Los medios de comunicación nos mantienen informados de lo que pasa por aquí y por allá, pero hay siempre una pantalla por medio que nos mantiene en una aséptica distancia.

Nos agrupamos con iguales, unos pocos; y todos los demás, son amenaza si se acercan mucho. Las divisiones son infinitas: sexos, religión, cultura, país, costumbres, nivel económico, grupos políticos, clubs, sectas, equipos, aficiones, etc.

Perdemos perspectiva y nos vemos como especiales y diferentes, cuando en realidad, somos todos seres humanos iguales, en un viaje compartido aunque nos empeñemos en ir dándonos codazos y generando mucho sufrimiento.

¿Qué hacer para encontrarnos? ¿Cómo restaurar el sentido de fraternidad perdido? Luego iremos viendo.

ESPIRITUALIDAD Y ALEJAMIENTO DE DIOS

El Génesis nos cuenta muy bien el alejamiento de Adán y Eva, cuando sintiéndose autosuficientes se apartan de la mirada de Dios. El alejamiento del ser humano de su Creador es de total actualidad y lo ha sido en todas las épocas.

Y, sin embargo, Dios no se aleja. Dios permanece a la espera, aunque no haya quien llame. Dios permanece a la escucha, aunque no haya quien quiera recibir su Palabra. Dios permanece acompañando, aunque no se perciba su presencia; Dios tiende la mano, aunque no se le tienda la mano; Dios mira con amor, aunque no encuentre reflejo en unos ojos opacos; Dios tiene preparado pan caliente aunque no haya quien se siente a su mesa.

El ser humano es quien se aleja. Pero, antes o después, cuando note la fragilidad y el deterioro en el que vive, percibirá una forma de abandono que es errónea: se siente abandonado por Dios, cuando la realidad es que es él quien puso mucho terreno por medio.

Alejado de sí mismo, alejado de los otros y alejado de Dios, ahí, tirado en la cuneta, a un lado del camino se encuentra una persona desconcertada, un ser humano sin fuerzas que, si acaso, llega a preguntarse:

–  ¿Cómo voy a amar al prójimo si no me amo a mí mismo, si no puedo ni mirarme al espejo?

– ¿Cómo voy a amar a Dios que no veo, si a estos que veo no los considero

 carne de mi carne?

–  ¿Cómo llegaré a amarme a mí mismo si he perdido la senda y no conozco el camino de retorno?

CAMINO DE RETORNO

El mero hecho de hacernos estas preguntas existenciales es una llamada.

El Espíritu Santo que sopla de las formas más diversas y, aún sin conocer ni el día ni la hora, ni la forma ni el lenguaje traducido que nos susurrará, nuestro propio anhelo es el primer paso. Sólo podemos tener una certeza, la de Elías (1Reyes 19, 9-11, 13), la certeza de que el Espíritu sopla y hemos de estar alerta, a la escucha de un susurro que nos impulsará a levantarnos y ponernos en camino.

Nos sorprenderá. Suscitará preguntas, dudas, desconcierto. ¿No estaba ya en camino? ¿No cumplía los deberes como buen cristiano, como buena cristiana? ¿Qué me quiere decir Dios en ese susurro tan personal?

Nos está diciendo que no sólo de acción, preceptos y buenas intenciones podemos vivir. Nos está diciendo que salgamos a su encuentro y nos sumerjamos en su vida, la vida del Espíritu, recuperando lo perdido. Que iniciemos el camino de retorno al origen de nuestra propia esencia.

Decía Orígenes que “nuestra existencia terrenal es un regalo de Dios, un tiempo que se concede al ser humano para retornar a su Creador, de quien se alejó por el pecado, por el cansancio o aburrimiento de contemplar su rostro, atendiendo a otras cosas que le entretienen y hacen vivir fuera de sí” (cita de la charla “Camino Espiritual – Abad Isidoro de Huerta).

Nos está diciendo que nos adentremos en el camino espiritual que es ahondar, hasta llegar reconocernos y ser quienes realmente estamos llamados a ser. Descubriendo cómo nos ve Dios desde su corazón y dejándonos hacer por Él, poniéndonos en disposición de recibir la gracia que nos irá configurando.

Este caminar requiere trabajo y humildad por nuestra parte. Ponernos manos a la obra reconociendo que solos no podemos; pero sabiéndonos queridos y mirados con los ojos de padre que Dios nos mira. Mirada que habíamos olvidado, y de ahí, el despiste y la desorientación.

Avanzaremos por el camino espiritual unas veces con paso firme, otras cayendo y luego levantándonos, pero siempre en la confianza de que vamos bien acompañados y que sólo tendremos que ir poniendo nuestros pies encima de las huellas que va dejando quien va delante y nos dijo: “Yo soy el Camino” (Jn 14,6).

ESPIRITUALIDAD MONÁSTICA

La anécdota del monje, citada al inicio, no quedó en mera anécdota. Ya dije que fui descubriendo en mis idas y vueltas al monasterio que, los valores de la vida monástica, que llamo “tesoros de la vida monástica”, tenían y tienen un mensaje para los laicos que vivimos en el mundo.

El Camino es Uno y son muchos los senderos espirituales que conducen a él, tantos como personas hay en el mundo, tantos como vocaciones, incluida la de laicos (seglares se decía antes).

He elegido el camino espiritual que es la vida monástica para compartir con vosotros como retornar del alejamiento de uno mismo, de la separación de los otros y de la distancia infinita que ponemos entre Dios y nuestras maltrechas personas.

Tesoros de la vida monástica para los laicos en el mundo

Escuché decir a un monje: “Todo ser humano lleva dentro de sí una llamada monástica que vamos a vivir de manera distinta”.

¡Qué nadie se asuste! No se trata de que todos tengamos que hacernos monjes o monjas e irnos a vivir dentro de los monasterios.

En mis reflexiones por los claustros y en la soledad de la capilla se fue traduciendo, de forma más coloquial, en un lenguaje como de andar por casa, la frase que dijo el monje en la charla.

Empecé a darme cuenta de que un “pequeño monje” dormía dentro de mí desde siempre sin que yo tuviera consciencia de ello. Desde mi llegada al monasterio “el pequeño monje” empezó a desperezarse, abrió suavemente los ojos… ¡se estaba despertando!. Y desde entonces me ha ido introduciendo en la comprensión de que los “valores-tesoros” de la vida monástica (oración, trabajo, estudio, lectio, sencillez de vida, acogida, silencio, etc.) tienen un mensaje de esperanza para la vida de los laicos.

Efectivamente, “la llamada monástica, que no es más que el deseo profundo de unificar y simplificar el corazón sumado a la sed y la búsqueda de Dios, resuena en lo profundo de cada ser humano, aunque no todos estamos llamados a vivirla de la misma manera. Los laicos hemos de ir avanzando en la comprensión del mensaje de la vida monástica traducido para quienes vivimos la vida en el mundo exterior” (De la “Carta de Cofraternidad” de la Fraternidad de Laicos del monasterio de Sta. Mª de Huerta)

Si calan interiormente los valores de la vida monástica y como el caminante que inicia una nueva marcha echamos en nuestra mochila el equipaje indispensable: oración y meditación (lectio divina), silencio y soledad, trabajo y sencillez de vida, acogida, y contemplación iremos viendo que hemos iniciado una nueva forma de caminar por el mundo, que nos lleva a vivir la vida de otra manera. No nos alejaremos del mundo porque vivimos en él (ni siquiera los monjes están fuera del mundo) pero sí “nos haremos ajenos a la conducta del mundo”(RB 4,2). Nuestros valores y prioridades cambiarán y seremos semilla de cambio silencioso y pacífico en medio del mundo.

HABLEMOS DE LA ORACIÓN Y LA MEDITACIÓN

Hay que hacerle un hueco a Dios en nuestro día a día. Hay que dejarle un espacio para que se exprese y ponernos a la escucha. Hay que establecer una relación personal con Él. Nada extraño, por otro lado; es lo que sucede en las relaciones personales: tratamos de cuidar el tiempo que compartimos con nuestros maridos y mujeres, con nuestros hijos –uno a uno-, con nuestros amigos, etc. ¿Por qué no cuidar el tiempo personal en nuestra relación con Dios? Esa relación tiene un nombre: ORACIÓN.

Estamos acostumbrados a la oración litúrgica, a la oración comunitaria… a los laicos nos las dan organizadas.

Es imprescindible cuidar la oración personal, ese espacio de escucha silenciosa de la palabra de Dios, que habla al corazón de cada uno y que tiene un mensaje para la vida de cada día.

Tenemos que ponernos y exponernos ante Dios, en la oración; meditando su Palabra y escuchando qué nos dice, aún cuando a veces sea una palabra de silencio.

La vida de los laicos no está precisamente orquestada para facilitar tiempo y espacio a la oración como ocurre en la vida monástica, donde todo gira alrededor de las siete oraciones del día (Oficio Divino). El trabajo, las distancias, las responsabilidades, etc. nos alejan hasta de nuestras buenas intenciones.

Hemos de buscar de forma sencilla y creativa el modo de integrar la oración en toda nuestra vida: personal, familiar, laboral, relaciones, etc. No se trata de copiar un modelo, el monástico, pues no somos monjes.

Se trata de hacer espacio en nuestra vida a Dios, a un Dios personal que aguarda y nos espera. Desde la comprensión de que quien ora se pone delante de Dios, atento a su escucha y ahí las fronteras de tiempo y de espacio desaparecen: la sencilla oración personal entra en el fluido de la oración universal de todos los tiempos: es la criatura ante su Creador.

Hay que abrirse a la creatividad e ir viendo de qué manera la oración se hace eje central en la vida de cada uno. Los laicos hemos de ir descubriendo que tenemos “vida privada orante”, así le llamo yo, y si la cuidamos se reflejará en el mundo en que nos movemos.

Los sacerdotes y religiosas y religiosos de vida activa creo que tienen prescrito su tiempo de oración por razón de su vida religiosa, creo que es de vital importancia que cuiden este tiempo “como a las niñas de sus ojos”, que dice el salmo (17,8). Nadie está exento de la hiperactividad a la que nos somete la vida actual.

El punto de equilibrio es conjugar en lo cotidiano el tiempo de oración y el tiempo de acción. Nadie puede dar de lo que no tiene y si no nos abrimos a la oración, a la escucha del mensaje de Dios para que cale en nuestra vida, empezarán las confusiones.

La misión a la que estamos llamados cada uno no es “lo que yo quiero” sino “lo que Dios quiere que yo quiera”, y esto nos mantendrá en permanente y saludable tensión para llegar a ser quienes estamos llamados a ser; descubriendo y aceptando día a día, lo que Dios quiere para cada uno. Como le pasó a María, desde que dijo “Sí” al proyecto de Dios para ella.

Si la oración va calando, comprobamos que cuando se deja de lado, se echa de menos. Cuando las prisas y el agobio del mundo nos cercan, la oración serena, calma, sana… y nos mueve a seguir adelante con alegría y confianza.

Pero hay que dejar bien clara una cosa: la oración no es terapia, es relación. Es muy importante no olvidarlo.

Me gusta ser muy práctica en estas cosas. Por eso creo que quien no tenga en su vida ese espacio personal de oración y busque tenerlo, es bueno que empiece con poco y seguir avanzando paso a paso.

Por ejemplo, escoger un rato en el día: en la mañana, en la noche… cada uno debe ver cuando es mejor. Un cuarto de hora, media hora… como en el aseo personal.

Puede ayudar el leer el evangelio del día pausadamente; dejando un tiempo a saborear las palabras. Centrándose quizás en una de ellas o en una frase, y saborearla como se saborea un caramelo en la boca. Así nos vamos adentrando en lo que en la vida monástica se llama la lectio divina, meditando, rumiando y saboreando la palabra de Dios.

En la oración se necesita constancia, confianza y mucha humildad para dejarse hacer sin controlar.

Vendrán las dudas, las preguntas, los anhelos y las frustraciones. Querremos ver resultados espectaculares… es humano, nos gustan las cosas en el instante.

Pero quien no se rinde observará pasado un tiempo que hay un camino recorrido, casi imperceptible. El deseo de volver cada día a ponerse ante Dios a la escucha va modelando su vida.

La oración, como hemos visto, necesita un tiempo, pero no sólo. El silencio y la soledad son compañía indispensable.

HABLEMOS DEL SILENCIO Y LA SOLEDAD

¿Queda algún sitio en el mundo dónde escuchar el silencio? ¿Queda algún espacio en el mundo donde experimentar la soledad?

Vivimos permanentemente rodeados de ruido. Los medios de comunicación están presentes en cada momento de nuestra vida. La tecnología (televisión, Internet, móviles, DVD’s, CD’s, Whatsapp, etc.) pone a nuestro alcance todas las posibilidades para la comunicación y la información. La palabra invade por todos lados, no hay tiempo para asumir y absorber la cantidad de información que nos llega y mucho menos para interiorizarla y sacar conclusiones.

Una gran dispersión caracteriza al ser humano de nuestros días, especialmente en las grandes ciudades, aunque no sólo. Todo es muy rápido y prácticamente no hay momento para el sosiego. Estamos necesitados con toda urgencia de tiempo de silencio y espacios de soledad.

El silencio es una necesidad vital del ser humano y también el tiempo en soledad. Ambas cosas son necesarias para revisar, valorar y mirar con sosiego cómo es nuestra vida, por dónde va y hacia que meta se dirige.

El silencio produce un cierto desasosiego; me atrevo a decir que produce miedo. Inquieta el acercarse al silencio pues está tan lejos de nuestra vida que podemos considerar que es una aventura peligrosa. En el silencio, sabemos, que pueden asaltarnos nuestros propios fantasmas, que podemos no hacer pie y perder el control.

Habrá que procurar espacios y tiempos de silencio exterior en nuestra vida cotidiana que nos ayuden en la aventura del silencio interior. No es huída, no es rechazo, no es esconderse… es retornar a la “casa sosegada” de la que nos habla S. Juan de la Cruz.

Hay un recuerdo ancestral en el ser humano. Es el recuerdo de un silencio interior al que, antes o después, quiere volver. Es un silencio “habitado” y es Dios quien habita en ese silencio, en el hondón del alma, en permanente espera.

Si poco a poco vamos integrando la ORACIÓN, la MEDITACIÓN, el SILENCIO y la SOLEDAD en nuestra vida; inevitablemente empezaremos a hacernos preguntas sobre la forma en que usamos el tiempo, qué importancia atribuimos al trabajo; nos plantearemos si nuestra vida tiene la suficiente sencillez o está cargada de cosas que no nos dejan casi respirar. Y otro tema importante que se suscitará en nuestra relación con los demás, será la acogida.

También en la vida monástica he descubierto otros cuatro tesoros: el uso del tiempo, el significado del trabajo, la sencillez de vida y la acogida al que llega.

HABLEMOS DEL TIEMPO Y DEL TRABAJO

En un monasterio la campana suena muchas veces. Pero hay un toque que me llamó especialmente la atención: el que anuncia a los monjes el fin del trabajo para que se preparen y vayan a la oración.

Un día encontré a un monje, con su mono azul de trabajo, colgando unos cuadros en la escalera de la hospedería. Cuando estaba a mitad del trabajo, sonó la campana… dejó a un lado los clavos, el martillo y los cuadros que faltaban por colgar, para que no molestaran al pasar y, saludando sonriente, se marchó. Un poco después, y ya con su hábito, pude verle en la capilla. Por la tarde pasé por el sitio donde trabajaba el monje y todos los cuadros estaban colgados. No es un milagro, es que en otro momento volvió y acabó lo que había empezado.

En otra ocasión vi a un novicio barriendo el claustro de la hospedería, le quedaba poco para acabar, sonó la campana… aceleró un poco para dejar finalizado lo que quedaba de trabajo y desapareció por el pasillo. Puntualmente pude verle, de blanco, atento al comienzo de la oración.

¿Qué significado puede tener ese toque de campana para alguien que vive en el mundo exterior? Ya casi no suenan campanas (sobre todo en las grandes ciudades) y, aunque oigamos alguna, no pasa de ser un sonido romántico que trae ecos de otros tiempos. No lo atendemos como algo que nos incumba, que se dirija a nosotros.

La campana del monasterio, en ese momento concreto de final del tiempo de trabajo, no llama a hacer sino a parar y esa comprensión me llevó a una reflexión profunda de cómo vivir el tiempo en mi vida: de trabajo, en familia, relaciones, compromisos, oración, descanso, fiestas…

Hoy día hablamos mucho del tiempo: “no tengo tiempo”, “no me da tiempo”, “¡si tuviera tiempo!… Nos han robado el tiempo pero es que hemos dejado la puerta abierta para que entre el ladrón.

Esto no quiere decir que soltemos el biberón con el bebé a media toma, que dejemos el coche en el atasco, el carro de la compra en el supermercado, la reunión de trabajo, la clase en la universidad, la operación en el quirófano o la escucha al amigo que está desconsolado, y salgamos corriendo a la siguiente cosa que tenemos que hacer porque sonó una imaginaria campana interior.

Pero sí quiere decir que debemos priorizar, elegir, renunciar, disfrutar…

Creo que el toque de campana, además de plantearnos un determinado uso de nuestro tiempo, nos está invitando a una sencilla y silenciosa simplificación de vida, nos está espabilando para hacer un discernimiento que nos mueva a saber priorizar, elegir, renunciar, disfrutar, acoger, etc.

HABLEMOS DE ACOGIDA

La llegada de los laicos al monasterio sucede por los más diversos motivos, tantos y tan variados como diferente es la persona que se acerca; puede suceder incluso que no haya ni intención previa sino sólo casualidad o coincidencia… “iba de viaje y paré a tomar un café en el pueblo”…

El hecho de estar dentro significa, en principio, que alguien abrió la puerta. Quienes viven en la casa, es decir, la comunidad monástica, abre al que llega cumpliendo lo que dice San Benito en su Regla: “A todos los forasteros que se presenten, se les acogerá como a Cristo” (RB 53, 1). Semejante actitud ante el que se acerca configura un estilo de vida que percibe el que entra al monasterio aunque sólo sea para hacer una visita cultural o comprar algún producto en la tienda. La acogida es pieza clave en la vida monástica.

Quizás somos especialmente sensibles a este tipo de acogida. En el mundo en que vivimos, las relaciones humanas se viven de forma muy superficial, hay mucho miedo al otro, al desconocido, al diferente y, además, vivimos en compartimentos-estanco en donde nos relacionamos con “iguales” y esto no facilita la cercanía y mucho menos con los extraños. Nosotros somos extraños cuando llegamos al monasterio, vivimos formas de vida muy diferentes y… ¡somos acogidos como acogerían al mismo Cristo!

De vuelta a casa y por pura coherencia sólo cabe plantearse de qué forma acojo al otro en mi vida. ¿Creo lazos? ¿Construyo puentes? ¿Escucho? ¿Comparto? ¿Consuelo? ¿Abro mi persona, mi familia, mi casa…? ¿Regalo mi tiempo?… preguntas al aire que pueden ayudarnos a saber dar en nuestra propia vida lo que hemos recibido.

Empezamos alejados de nuestra propia persona, alejados de la vida de los otros y alejados de Dios e iniciamos un camino de retorno a través de la oración, la meditación, el silencio, la soledad, el control de nuestro tiempo, la acogida y la simplificación de vida, abriéndonos a escuchar lo que Dios quiere para cada uno y cada una de nosotros. Al cabo de un tiempo nos iremos dando cuenta de que nuestra percepción de las cosas y de la vida ha cambiado por completo.

¿Se disuelven los problemas? No, pero se viven de otra manera, con más serenidad y confianza.

¿El mundo deja de ser mundo? No, pero caminamos por él erguidos y no encorvados por el peso del mismo.

¿La ansiedad, la angustia, la desconfianza desaparecerán? Probablemente sí, y podremos dar esperanza a quien la perdió; extender una mano solidaria a quien necesite ayuda; acompañar en el silencio cuando no haya ni posibilidad de palabra; gritar con valentía ante una situación de injusticia; y gozar de paz interior aún en momentos de dolor, conflicto o tensión.

¿Es magia? No, es la confianza de saber que no vamos solos ni en los momentos de dolor ni en los de alegría. Es la certeza al caminar de quien sabe de Quién (con mayúsculas) se fía.

Podría acabar la charla con todo lo que ya hemos visto sobre el camino espiritual, desde lo hondo de nuestras personas, en relación con los otros e inundados de la presencia de Dios, que siempre está ahí. Pero esto no es un punto final. Demos un paso más, un paso hacia delante que nos encamine a un compromiso en el mundo.

COMPROMISO EN EL MUNDO

No podemos olvidar algo que determina si la vida espiritual es una realidad o es simplemente una forma de evasión, aunque le llamemos vida espiritual.

Antes o después tendremos que mirar si hemos dado un paso hacia delante o nos hemos parado a mirarnos a nosotros mismos y ahí acabó el camino. Ese paso hacia delante se expresa en un compromiso responsable en el mundo.

La vida como el amor se demuestra en los actos que genera: desde un abrazo, hasta una vida misionera; desde una caricia hasta el desgaste en la educación de los hijos; desde una llamada telefónica de consuelo hasta la denuncia de una injusticia.

Nuestra vida espiritual es la vida del Espíritu en nuestro ser; es el Amor de Dios dentro de nuestros corazones. Y hay que dejarlo salir, que se expanda; presentarlo como un regalo al que todos puedan acceder. Ese será el signo exterior de una sana y creativa vida espiritual.

Hay un termómetro de alta precisión, exacto e infalible, que mide la salud de la vida espiritual no sólo de la persona, también como grupo, comunidad, Iglesia, religión. Este termómetro no mide cuanto tiempo dedicaste a la oración, al silencio, a la meditación, etc. Este termómetro es muy sutil y silencioso: mide los resultados exteriores de la vida espiritual.

No sólo medirá las actitudes: serenidad, paz, alegría… medirá la implicación de nuestra vida en el mundo, para poner el grano de arena que mejore la vida de los otros, que hablé de amor y de justicia, de fraternidad y, en definitiva, del Reino de Dios que empieza aquí y ahora.

En determinado momento, asalta una tentación. Quien ha iniciado su búsqueda por el camino espiritual sabe de ello. Consiste en un cierto aislamiento, rodeado de confort: un cojín, una vela y lecturas que apacigüen y serenen; compañía de iguales “todos en lo mismo”.

Hay un peligro en la vida espiritual que es el del Tabor (Lc 9, 28-36). Jesús eligió a tres de sus discípulos -¿los más avanzados? ¡quién sabe!- y se los llevó a la montaña, allí se mostró en su gloria: en un instante de comprensión vieron que la vida es mucho más que la vida que se ve. Y tuvieron el deseo de quedarse, ahí, en ese instante. Es fácil desear tres tiendas –“hagamos tres tiendas”-… sí, hagamos tres tiendas y olvidémonos de lo que pasa fuera de las tiendas, que aquí se está muy agustito.

En el Tabor, Jesús se mostró en la nube del Espíritu y, conociendo la materia humana, tuvo que animarles a bajar la montaña, a volver al mundo. La experiencia del Tabor la vivieron no para quedarse cómodamente contemplando y olvidando el camino de retorno. Jesús se puso delante tomando la senda que les devolvía al mundo.

¿Qué significa volver al mundo? Significa que la vida del Espíritu que has recibido es para ser entregada. Significa que lo que has recibido gratis, has de darlo gratis. Significa que la vida espiritual no es un reducto en donde estar protegido y al margen de lo que pasa alrededor, sino que lleva implícita una misión que compromete, estemos donde estemos.

Por eso después de hablar de espiritualidad, necesariamente hemos que hablar de compromiso en el mundo.

Sabemos que la necesidad es infinita, y hay tantas como formas de compromiso como necesidades: desde lo más cercano de cada día, hasta lo más lejano, aunque pudiera parecer que no es cosa nuestra. Vamos todos en el mismo barco, somos una humanidad fraterna que no llega a reconocerse como tal y hay mucho trabajo por hacer para reencontrarnos y reconocernos como iguales y hermanos.

He elegido dos formas de compromiso que, viendo como está el mundo en este turbulento principio de siglo, me parecen de primerísima necesidad:

–          El encuentro con los POBRES y

–          La UNIDAD como seres humanos.

1. Encuentro con los POBRES

(De mi escrito publicado en Eclesalia 14.3.2013 ante la elección de un nuevo Papa Francisco)

 “Ahí están esperando: los pobres, los que no tienen voz o son amenazados si se pronuncian (que le pregunten al obispo Pedro Casaldáliga, que a su edad y enfermo, sigue defendiendo lo que muchos quieren que no se defienda). Los que son invisibles para las sociedades ricas y los “nuevos pobres” de los países del “ex-estado del bienestar” que están sufriendo las consecuencias de un sistema económico deshumanizado, que olvida a la persona por el beneficio desmedido y repartido entre unos pocos.

Ponga la política vaticana (y el Papa Francisco se está empeñando en ello) en primera línea de actuación lo que ya dejó dicho el Concilio Vaticano II: “Demuestren (los obispos) en su enseñanza la preocupación maternal de la Iglesia para con todos los hombres, sean fieles o infieles, con especial amor a los pobres y débiles, a quienes les envió el Señor a evangelizar (“Christus Dominus”, 13).

Evangelizar con amor maternal significa que una madre y un padre (en este caso, la Iglesia) además de dar de comer, han de defender de la injusticia a sus hijos, por puro instinto natural y evangélico. La opción por los pobres permanece en estado de letargo desde arriba, pero desde abajo está viva en el recuerdo de quienes se comprometieron con ellos: Monseñor Romero, Ellacuría y sus compañeros, Helder Câmara, Samuel Ruiz y tantos otros.

Acercarse al pobre es muy bueno porque, a no ser que haya una huida para no ver esa realidad, te pone delante de todo lo que te sobra. Y aunque no sea de golpe, se puede ir avanzando hacia un despojamiento de carga innecesaria. Por eso, desde arriba de la Iglesia, sería muy beneficioso, casi un poco egoísta, pues tantos detalles de opulencia empezarían a caer a nivel ropajes, infraestructura, servicio, etc. y sería un primer signo sencillo y silencioso de que algo está cambiando”.

Este era mi deseo que puse por escrito un rato antes de la elección de Papa Francisco. Cuando lo releo, sonrío pensando que, algo ya se ha puesto en marcha, y en estos últimos meses, algo se está moviendo en la Iglesia desde arriba. El papa Francisco está animando a ir a las periferias. Y en las periferias es donde viven los más pobres y ahí es donde se da el encuentro.

A los que nos sentimos familia dentro de la Iglesia, los de abajo, cada uno de nosotros, también nos reclama el Espíritu un acercamiento a las realidades de pobreza que están por todos lados.

Cuando estaba escribiendo la charla y tenía que adentrarme en lo referente al encuentro con los pobres, me llamó una amiga, muy querida, Teresa González, que lleva dedicada a la vida con los pobres de la ciudad más de 40 años.

Ese “con” significa que eligió vivir la vida de los más pobres de la ciudad, buscándolos, recogiéndolos y dándoles un Hogar para que el daño irreparable de haber estado viviendo en la calle, pudiera convertir a esas personas en seres dignos. Porque cuidar, sanar y amar a estas personas les devuelve la dignidad perdida.

En el Hogar de Jesús Caminante (así se llama la casa donde viven) he descubierto que habrá que mirar al pobre no desde arriba, con superioridad (somos los que damos, los que tenemos los medios económicos, etc.), ni desde abajo como si fueran angelitos, creyendo que por ser pobres ya tocan el cielo. No, son personas iguales que nosotros, seres humanos en necesidad, con la misma dignidad humana, incluso, si la han perdido, como en los casos más extremos. Siempre hay que mirar a la persona y descubrir la chispa divina que está en cada ser humano, aún cubierta por tantas capas de miseria.

Me dijo Teresa: Dios nos llama a través de los pobres… y un cristiano tiene que estar atento a esa llamada”. “Lo más importante es que ellos son el misterio de Dios revestido de toda la miseria humana, por eso no los reconocemos. Cuando llevaron a Jesús ante Herodes, aunque estaba interesado en verle, no le reconoció, no le aceptó…no supo ver Quién era. Y eso nos pasa a nosotros: vemos a los pobres, pero no le vemos a Él en los pobres. Sólo a través de la fe, le veremos en los pobres… la fe es la que me ha permitido seguir adelante, pidiendo continuamente: “Señor, que te vea”.

Jesús dijo que a los pobres siempre los tendríamos. Efectivamente, la injusticia humana genera pobreza, miseria, abandono. Eso ha pasado en todas las etapas de la historia de la humanidad.

Si nuestra vida espiritual es saludable, será del todo imposible mirar hacia otro lado.

2. La UNIDAD como seres humanos

Cuando hemos profundizado en la vida espiritual hasta un punto en el que sentimos que, desde ahí, desde la esencia, desde donde percibimos que la chispa divina está, comprendemos que eso sucede en cada ser humano, sin distinción.

Desde ese hondón se puede escuchar: “Qué todos sean Uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno, en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21).

Estamos heridos de desunión, fragmentados por tal diversidad de diferencias que nos abruman como humanidad.

Necesitamos sabernos únicos, diferentes, superiores… y sin embargo, buscamos hasta patológicamente el contacto con los otros. Nos etiquetamos como iguales y construimos guetos donde protegernos: por razas, por familias, por empresas, por sexo, por creencias, por ideologías, por países, por dinero… infinitos guetos.

Quien continuó caminando a la escucha del Espíritu seguirá oyendo: “Qué todos sean Uno…” y lo oirá en su idioma, al modo de su cultura, desde su propio ser –hombre o mujer- en su país, en su iglesia. Es el mensaje que clama a la UNIDAD.

Entonces se pondrá en marcha asumiendo el compromiso de trabajar por la unidad, apaciguando luchas, desencuentros, violencias… Comunicando el mensaje que escucha en su interior: “Que ellos también sean uno, en nosotros…”

¿Por dónde empezar?

Como cristianos en la Iglesia, necesariamente tendremos que empezar por la misma Iglesia. No se puede dar lo que no se tiene. No podemos hablar a otros de la unidad, si nosotros no la vivimos. Y no estoy hablando, en este momento de ecumenismo, eso será luego.

1. Estoy hablando de la desunión dentro de la propia Iglesia. Las diferencias que no dejan avanzar a buen ritmo el mensaje del Reino de Dios en el mundo. Por ejemplo:

–          Jerarquía y pueblo de Dios

–          Estilos: conservadores y progresistas

–          Entre sacerdotes, religiosos y laicos

–          Entre congregaciones

–          Por razón del sexo

–          Por puestos, servicios, cargos, títulos…

–          Que si tú… del Opus

–          Que si yo… de la Teología de la Liberación

–          Etc. etc. etc.

No queda más remedio que mirar dentro de Casa, limpiar, barrer, abrir ventanas para que entre el aire fresco del Espíritu. Y cuando digo Casa, me refiero a la Iglesia como institución y a nuestra pequeña casa interior, para que ese aire llegue realmente y nos ponga en movimiento para reconocernos como todos en lo mismo. Mirándonos como hermanos. Sentémonos a orar unidos y las diferencias, esas que creíamos infranqueables se irán disolviendo; y si no se disuelven del todo, al menos que no nos distraigan, pues habremos habitado juntos en lo que nos une, dejando a un lado lo que nos separa, entendiendo que navegamos juntos en la Barca de Pedro… esa Iglesia contradictoria, porque la hacemos hombres y mujeres que vivimos en permanente contradicción.

2. Luego vayamos a encontrarnos con los hermanos que siguen al mismo Cristo. Pongámonos manos a la obra para que la brecha de la separación deje de ser una realidad y el camino ecuménico sea algo más que una celebración puntual. Ahondemos en la sencillez de la oración antes que en la discusión. Tenemos el ejemplo de la comunidad de Taizé que aporta el carisma del ecumenismo desde abajo, conociéndose, orando juntos y volviendo cada uno a nuestros hogares, culturas y países a expandir la unidad de hermanos que siguen a Cristo.

3. Encontrémonos, también, con creyentes de otras religiones, adentrándonos en un compartir y un diálogo interreligioso desde la dimensión de creyentes que tienen los ojos fijos en Dios, que nos llama por muchos caminos. Sentémonos juntos en silencio y oración para que la unidad de corazones pueda ser una realidad, que ayude a pacificar el mundo en donde hay tantos conflictos relacionados con las religiones.

4. Y también, cómo no, habremos de acercarnos a mujeres y hombres ateos o agnósticos, y unámonos para compartir amor y ética de vida, caminando juntos para lograr esa unidad ancestral a la que todos estamos llamados y deseamos profundamente desde el fondo de todos los corazones.

Para terminar, quiero leeros las palabras de un amigo sacerdote, Sergio Delmar, mexicano y misionero del Espíritu Santo. Son de una carta suya que recibí en 1993, contestándome a una pregunta: “¿Qué es la Iluminación?”

Él me contestó: “La Iluminación es la experiencia de lo Uno: una contigo misma; una con Dios Uno; una con el mundo, que es uno… una en un Amor, en una Vida, en una Luz, que es todo en todos…”

La experiencia de Unidad nos llevará por el Camino Común que decíamos al principio, como hermanos, como fraternidad universal, juntos hacia la vida eterna. Amén, así sea. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

Gracias por vuestra escucha y vuestra acogida.

* INSTITUTO DE FORMACIÓN TEOLÓGICA INTERCONGREGACIONAL DE MÉXICO, México D.F. 19 noviembre 2013.