«TE HAN VISTO MIS OJOS»
MIGUEL ÁNGEL GONZÁLEZ, mgonzalezg@gmail.com
MADRID.
ECLESALIA, 19/04/12.- Hace semanas que el mundo que nos rodea se ha transformado completamente. Nuestras seguridades han desaparecido y nuestras pequeñas incomodidades cotidianas, nuestros “problemas de primer mundo”, han pasado a un segundo o tercer plano, víctimas de un virus que midiendo unos 100 nanómetros se ríe de nuestro tamaño y de nuestra superioridad. Sentimos un miedo real y tan cercano que, susurrándonos por detrás, nos roza la piel y nos hace temer perder la salud y la vida. La nuestra y la de nuestros seres queridos.
Por mi trabajo, vivo esta situación desde la trinchera, en primera línea de fuego, en el frente, si se me permiten unas analogías que para muchos de nosotros son realidades. Estamos cansados físicamente: horas y más horas de trabajo agotador en condiciones difíciles, enfermos que se acumulan y que no mejoran a la velocidad que querríamos. El único que no parece cansado es un virus que, machacón, sistemático, implacable, cumple su venenosa tarea con precisión. Para cuando, como Sísifo, conseguimos encumbrar la pesada carga, esta se desliza pendiente abajo y vuelta a empezar.
Estamos cansados anímicamente: el trabajo es cansado y, en mi entorno concreto, con pocos éxitos aún. La falta de resultados es descorazonadora pero peor aún es tener que distribuir los limitados recursos existentes entre una demanda que no para de crecer. Y, sí, pérdidas de vidas que en otras condiciones no se hubieran producido.
Para mí, para el creyente, surge entonces la inevitable pregunta, la eterna pregunta ante el sufrimiento del inocente, ¿dónde está Dios? No tengo ninguna capacidad para hacer una reflexión teológica sobre este cuestión, por otro lado ampliamente discutida durante siglos. No la haré por esa razón y porque ni yo ni nadie encontraría consuelo en ella en estos momentos.
¿Dónde estás, Dios? Rezo y le pido que me mantenga fuerte, que me guíe para hacer bien mi trabajo, que cuide de mí y de mi familia, que cuide de mis compañeros y de mis enfermos, que me quite el miedo a enfermar o a que enfermen los míos. ¿Me oye? En otras circunstancias estaría seguro de que sí, pero ahora su silencio es ensordecedor; parecemos conocer a Dios solo de oídas y, como en Isaías, surge la duda: “En vano me he fatigado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas. ¿De veras que el Señor se ocupa de mi causa, y mi Dios de mi trabajo?”
En esta prueba, creo -en el profundo sentido del verbo creer- que sí. Como Job me siento pequeño y enmudecido; pensábamos que Dios estaba de nuestro lado, de nosotros, los buenos, y de repente volvemos a no entender nada de su misterio. ¿Cuándo nos daremos cuenta de lo pequeños que somos ante Él? Ojalá la paradoja de un virus microscópico que nos tumba sin piedad, nos redimensione ante la enormidad de ese misterio.
Creo que sí, que este infierno pasará, la carne herida sanará y, quizás con alguna cicatriz, también lo hará el espíritu herido de quienes sufrieron en primera persona o en el acompañamiento. Entonces quizás, como Job, podamos afirmar de una vez por todas “Te conocía solo de oídas, ahora te han visto mis ojos” (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).