LA UNIÓN EXISTENCIAL DE JESÚS CON SUS DISCÍPULOS
A propósito de  Jn 15,1-8*
JOSÉ RAFAEL RUZ VILLAMIL, ruzvillamil@gmail.com
YUCATÁN (MÉXICO).

ECLESALIA, 17/05/21.- La imagen espléndida de la vid, con la que Jesús de Nazaret expresa la idea que tiene del nexo entre él y sus discípulos, se contextúa en el pensamiento teológico del Antiguo Testamento que entiende la relación de Yahvé con Israel de manera análoga a aquélla que guarda un viñador con su viña: «Voy a cantar a mi amigo la canción de su amor por su viña. Una viña tenía mi amigo en un fértil otero. La cavó y despedregó, y la plantó de cepa exquisita. Edificó una torre en medio de ella, y además excavó en ella un lagar. Y esperó que diese uvas…» (Is 5,1-2). El cultivo de la vid, en efecto, requiere, además de los cuidados especiales que supone una cepa selecta, diferentes acciones del labrador: «Pues antes de la siega, al acabar la floración, cuando su fruto en cierne comience a madurar, cortará los sarmientos con la podadera y los pámpanos viciosos arrancará y podará» (Is 18,5). En efecto, se habrá de “cortar los sarmientos que no pueden dar fruto […] Las vides se podan a veces hasta el extremo de que en las viñas sólo se ven las cepas completamente desprovistas de sarmientos […] Más adelante, cuando la vid ya está cubierta de hojas, vine la segunda etapa de la poda, en que el labrador corta los brotes menores y deja únicamente los sarmientos que prometen dar fruto abundante, de forma que sea para éstos toda la savia de la planta…” (así R. Brown, El Evangelio según Juan, Madrid 1999).

Vale, empero, subrayar que lo anterior viene a ser como una mera referencia pues mientras en el pensamiento veterotestamentario queda perfectamente marcada la diferencia cualitativa entre el viñador —Yahvé— y la viña —Israel—, Jesús, si bien retoma la imagen del viñador para referirse a su Padre lo hace en relación con él mismo, mientras que cuando habla de sí y de los suyos aludea la unidad cualitativa que hay en la cepa y los sarmientos: una única vid, con elementos diferenciados, ciertamente, pero que no deja de ser una sola cosa.

En este punto resulta interesante recordar que, para entonces, la relación entre maestro y discípulo venía a ser totalmente asimétrica. Así y por ejemplo, cuando un judío del primer tercio del siglo I decide ser escriba —o doctor de la Ley—, se sometea un maestro acreditado al que, desde entonces, tendrá por encima de su propio padre. Sentado a sus pies, el aprendiz de escriba repite los principios de la tradición oral —halaká— que suelen versar en torno a la casuística, a lo que sigue alguna discusión relativa a cómo se ha de aplicar tanto la Ley escrita como la tradición. A lo largo del tiempo que dura su formación, el alumno hace las veces de sirviente encargándose de cuanto, en términos prácticos, necesite su mentor. Por su parte y después del largo proceso de aprendizaje, los ya maestros de la Ley, que no pueden serlo antes de los 40 años cumplidos, hacen gala de su estatus acentuando cuanto les es posible las insignias distintivas de su rango y haciendo valer sus prerrogativas sociales: «Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres; ensanchan las filacterias y alargan las orlas del manto; quieren el primer puesto en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, que se les salude en las plazas y que la gente les llame ‘Rabbí’» (Mt 23,5-7).

Pues bien, un solo gesto conservado en la tradición del evangelio de Juan muestra la diferencia radical que tuviera la relación maestro-discípulo de Jesús con los suyos en relación con aquélla de los escribas: “Durante la cena […] se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos…”, gesto que él mismo explica: «Ustedes me llaman ‘el Maestro’ y ‘el Señor’, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros» (Jn 13,2-5.13-14). Y es que Jesús entiende el discipulado como una relación, por sobre todo, fraterna: “«¿Quién es mi madre y mis hermanos?» Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: «Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.»” (Mc 3,33-35).

Así, la potencia de la imagen de la vid y los sarmientos viene a subrayar la dimensión de igualdad de los discípulos del Galileo, más si se tiene en cuanta que en el evangelio de Juan no se menciona nunca el término apóstol —aunque sí hay unas cuatro referencias a los Doce— en lo que se puede entender como un desconocimiento de cualquier jerarquía, aunque este último termino resulte anacrónico en cuanto que data de entre los siglos V y VI. A mayor abundancia, esta dimensión de igualdad viene como destacada si se compara con el símil del cuerpo que propone san Pablo (1 Cor 12,12 s.) para entender la estructura y los diferentes estamentos de la comunidad cristiana; símil, por cierto, que pudo quizá sentar la base de la adopción posterior del concepto y de la realidad de jerarquía.

Muy otro concepto es lo que viene expresado en la imagen de la vid y los sarmientos: la unión existencial y permanente de los discípulos con Jesús como maestro en un horizonte sencillo de igualdad radical que viene a facilitar la razón última de esta cepa: los frutos. Y es que, según afirma Jesús: «La gloria de mi Padre está en que den mucho fruto, y sean mis discípulos», donde por gloria ha de entenderse la presencia transparente del Padre en favor del bienestar total de toda criatura.

Y es que, no quepa duda, la complicación inherente a los rangos, niveles, categorías y más, suelen opacar la presencia liberadora del Padre en tanto que acaban por atraer la atención en sí mismos y acaban siendo antítesis a la luminosa sencillez con la que el Maestro definió a la comunidad de sus discípulos: «Yo soy la vid; ustedes los sarmientos» (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

*«Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto. Ustedes están ya limpios gracias a la palabra que les he dicho. Permanezcan en mí, como yo en ustedes. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco ustedes si no permanecen en mí.

Yo soy la vid; ustedes los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no pueden hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecen en mí, y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo conseguirán. La gloria de mi Padre está en que den mucho fruto, y sean mis discípulos».

Jn 15,1-8