Y AHORA, ¿QUÉ?
JUAN ZAPATERO BALLESTEROS, zapatero_j@yahoo.es
SANT FELIU DE LLOBREGAT (BARCELONA).

ECLESALIA, 14/03/22.- Supongamos que la Comisión de Investigación sobre los abusos en la Iglesia española realiza una labor ejemplar y esclarece todos los casos existentes, o la mayoría, hasta el momento; supongamos que se toman todas las medidas adecuadas para resarcir a las víctimas en todos los ámbitos y sentidos; supongamos que la propia Iglesia mantiene una colaboración sincera, generosa y, por lo mismo, ejemplar, respecto a ello, asumiendo toda la responsabilidad que haya podido tener, con las consiguientes acciones pertinentes en favor de las víctimas; supongamos…

Ojalá todas las hipótesis y suposiciones acabasen felizmente; pero, una vez llegados a este punto, no puedo por menos de preguntarme “y, ahora, ¿qué?”, para responderme a continuación: pues, ahora hay que procurar ir a las causas que provocaron y siguen provocando semejante drama para intentar evitar, en lo posible, que pueda volver a repetirse de la misma manera o con “variantes” (de esto hemos aprendido mucho últimamente) diferentes, pero, no por ello, menos perniciosas. Y, como de causas puede haber muchas y muy diferentes, creo personalmente que sería muy conveniente que se procurase buscar cuál, de entre todas ellas, podría ser, si no la madre, la raíz y la inductora más importante, que sería lo realmente deseable e ideal; sí, al menos, la que, después de un estudio serio, pudiera parecer que es o son causa principal. 

Después de reflexionar, recabar información y haberlo hablado también con personas que se han interesado por el tema, me ha parecido ver que una de las causas principales podría ser o es, para ser más precisos, en la mayoría de los casos, el abuso de poder y el estatus de preeminencia de los victimarios sobre las víctimas; lo que, en definitiva, les hace suponer una pretendida ascendencia moral. Es verdad que esta preeminencia no se puede aplicar solamente al mundo de la Iglesia, este caso, respecto a sus víctimas; los abusos cometidos por personas pertenecientes a otras instituciones o colectivos también tienen en este fenómeno una causa principal; me refiero, concretamente, a la familia, al deporte, a las asociaciones culturales, etc. La razón surge del hecho de estar ante dos niveles conectados entre sí, el educador, el padre, el monitor, etc., pero con predominio del uno sobre el otro, por una razón concreta en cada caso; de progenitura en el caso del padre, de enseñanza y control, en el caso del educador y del monitor. 

A esto se añade un agravante, si se puede llamar así, cuando lo espiritual y lo religioso entran a ocupar un papel predominante o, por lo menos muy o bastante predominante, en el caso de la relación victimario-víctima; cuando esto sucede, desaparece cualquier posible atisbo de igualdad afectiva y/o relacional, que sí podría darse, en cambio, en el caso de la familia; por eso, precisamente, en el caso de la religión, esa relación es más propicia a la credulidad, a la sumisión y al sometimiento por parte de la víctima respecto al victimario. 

Se ha elevado demasiado a toda persona “consagrada” (digámoslo así), debido, entre otras razones, a la recepción del Sacramento del Orden Sacerdotal y a los tres votos emitidos (pobreza, castidad y obediencia). Se ha considerado que estas personas, debido a estos votos de perfección (llamados así también) estaban más identificadas con el proyecto de Dios y, por lo mismo, se encontraban más cerca de Él. ¿Quién no ha oído, en alguna ocasión, yo sí lo he escuchado en más de una, decirle a algún cura, religioso o monja lo siguiente “Tú que estás más cerca de Dios”, referido al hecho que intercediese por quien esto decía, debido a tal estado de cercanía?

La no identificación de todos los bautizados, a nivel de igualdad, por parte de la teología, ha sido una de las circunstancias que han contribuido a este grado de superioridad. Es más, el Sacramento del Orden Sacerdotal y la emisión de unos votos, llamados, como ya dije, de perfección, convertían en desiguales a los unos respecto de los otros. Y, utilizando terminologías clásicas, en la Iglesia se distinguía claramente entre la jerarquía y el pueblo fiel o laicado. Tuvo que ser el Concilio Vaticano II quien dijera que la Iglesia es, sobre todo y fundamentalmente, “Pueblo de Dios”, aunque continuase manteniendo el estatus de superioridad de la jerarquía respecto a los fieles.  

En el caso que nos atañe, la mayoría de los victimarios, fueron hombres y mujeres formados de manera muy peculiar, casi siempre, por no decir siempre, en seminarios, noviciados y casas de formación, separados de un mundo considerado como enemigo y, por lo mismo, al que había que tratar de convertir por todos los medios. De hecho, el propio catecismo apuntaba, refiriéndose al mundo, como uno de los tres enemigos del alma. Bien es verdad que ya se decía que no había que entender el mundo como un lugar físico y material, cierto; pero, por si acaso, a los posibles curas, frailes y monjas se les apartaba materialmente de él, al menos por si acaso, insisto. Y, por si esto fuera poco, una vez acabada la formación, emitidos los votos y/o recibido el Sacramento del Orden, en el caso de los presbíteros, estas personas procuraban llevar una vida al margen, en cierta manera, del mencionado mundo; de hecho, la vestimenta, por citar solo un aspecto, que los distinguía pretendía significarlo de alguna manera.

A todo esto habría que añadir el mensaje que estos curas, religiosos, frailes y monjas acostumbraban a trasmitir en general a la gente a través de sermones, catequesis, clases de religión, etc.; un mensaje casi siempre, excepto en muy honrosas excepciones, cargado de amenazas, condenas y castigos para toda la eternidad, siendo esto lo que acababa de horrorizar a los oyentes; una eternidad descrita con ejemplos tenebrosos, que hoy calificaríamos de surrealistas, pero que, entonces, eran, sencillamente eso, tenebrosos. 

Unas predicaciones y enseñanzas que no hacían sino insistir “oportune et inoportune” en la vida de ahora como un “valle de lágrimas” frente a la vida de “beatitud” que sería la posterior, la eterna. Si nos atenemos a estos ingredientes, resultaba fácil concluir cuál iba a ser el pastel resultante. 

¿Quién era el osado de resistirse a cualquiera de aquellas predicaciones, a sabiendas que tal resistencia comportaría la condenación eterna, aquel para siempre, para siempre, para siempre, que se solía oír, con mucha frecuencia, en las iglesias, retumbando por las paredes las palabras salidas de la boca de enérgicos predicadores? Está claro que, si tenemos en cuenta semejantes circunstancias, la desigualdad de condiciones estaba clara y más que evidente por parte del sacerdote, el confesor, el religioso, religiosa y monja que enseñaban, el predicador, el catequista, etc. Y no hablemos ya de las direcciones espirituales; aquí sí que entraríamos, muchas veces, en un terreno más que resbaladizo. Es verdad y, por tanto, es de justicia recocerlo, que hubo muchos sacerdotes y religiosos (la dirección espiritual estuvo siempre en sus manos) que fueron verdaderos hombres de Dios, que ayudaron e hicieron mucho bien a numerosísimas personas; pero, al mismo tiempo, no se puede obviar, que hubo también, no me atrevo a decir cuántos, otros que hicieron mucho daño. Quizás los confesionarios fueron lugares menos propicios para llevar a cabo abusos, aunque sí para mantener ciertas conversaciones escabrosas que sirvieron, en algunos casos, de puerta de entrada para llevar a cabos los abusos después en otros lugares. No así, en cambio, los despachos privados de directores espirituales, que por estar “adornados” la mayoría de las veces de una especie de halo propicio para una cierta intimidad necesaria en aquellos momentos, fueron terreno más que propicio para abusar.

Desde lo dicho hasta ahora, creo que se puede entender fácilmente que la diferencia de estatus, espiritualmente hablando y en cuanto a reconocimiento por parte de la Iglesia, a través del Derecho Canónico, entre otros por ejemplo, ha hecho que la influencia del clérigo o religioso respecto a la persona, (niño, adolescente, joven, etc.) con quien tenía relación o que a él acudía, fuera de un poder tal, en la mayoría de los casos y de dominio absoluto en muchos otros, que ni siquiera nadie del exterior fuera capaz de discutir, de dudar lo más mínimo y, ya no digo, de poner en cuestión. De ahí, precisamente, el miedo de muchas víctimas a no ser creídas, en el hipotético caso que pudieran llegar a denunciarlo; lo cual las retraía de hacerlo. 

Así las cosas, vuelvo a sacar a la palestra mi pregunta: a partir de ahora, ¿qué? Creo y tengo el pleno convencimiento de que los “paños calientes” serían un insulto y una bofetada cruel para todas las víctimas habidas hasta ahora. ¿Resarcirlas por los daños infringidos?, por supuesto, ¡qué menos!; pero, sobre todo, un resarcimiento moral y muy por encima del pecuniario, si es que a ello hubiere lugar. Una petición de perdón de manera directa y personal del victimario a la víctima, siempre que aún fuera posible. Pero, a la vez y sobre todo, una petición pública de perdón por parte de la Iglesia como institución por la culpa que ha podido tener en todo ello. 

Y si, como mínimo, estamos ante un pecado, “teológico, disciplinar y estructural”, tendría que hacer también propósito de la enmienda, para ser coherente con una de las cinco cosas que ella misma enseña como necesarias para hacer una buena confesión. ¿Estaría dispuesta, por tanto, la Iglesia a hacer dicho propósito de enmienda, es decir, a cambiar concepciones teológicas poco evangélicas, aunque quizás sí totalmente doctrinales, respecto a la igualdad entre todos los fieles bautizados y a suprimir estructuras y disciplinas eclesiales trasnochadas en el tiempo e inhumanas y antinaturales respecto a la persona? En cuanto a las teológicas, no sé cuántas, apuntaría una, como mínimo: suprimir de raíz todo tipo de diferencia, emanada de la recepción de algún sacramento, distinto al Bautismo y, por supuesto, de la emisión de algún tipo de voto, que pudieran inducir a creerse superior a quienes lo reciben o los emiten, o a ser aceptados como tal por parte de los demás, ya sea de la propia comunidad, ya sea de la sociedad en general allí donde una religión goza de un favor o reconocimiento especial. Y, en cuánto a las disciplinares y estructúrales, sugeriría dos muy concretas también; por un lado, suprimir, ya ha pasado el tiempo de los replanteamientos, del celibato como condición necesaria para presidir sacerdotalmente una comunidad, pudiendo ser, está claro, un hombre o una mujer; elegidos/as, además, por la propia comunidad para que la represente; una elección, por otra parte, limitada por el tiempo, si así lo consideran oportuno tanto el candidato como la propia comunidad.  Mientras, por otro, eliminar todo clase de factor exterior y externo que pudiera dar pie a fomentar cualquier tipo de privilegio o de estatus superior respecto a los demás miembros de la comunidad.Porque si la Iglesia va a limitarse únicamente a pedir perdón, a indemnizar o a resarcir de una manera o de otra a las víctimas, pero sin afrontar soluciones que dependen únicamente de la teología y de la disciplina, es más que previsible que las cosas vayan a continuar como hasta ahora, salvando las diferencias del momento y del lugar, claro. Si así sucediere, continuaría campando a sus anchas el mayor de los pecados, el escándalo de los pequeños. “Pero al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar” (Mt 18, 6).

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