CON JESÚS RESUCITADO EN LA COMENSALIDAD
A propósito de Jn 21,19-31*
JOSÉ RAFAEL RUZ VILLAMIL, ruzvillamil@gmail.com
YUCATÁN (MÉXICO).
ECLESALIA, 13/05/22.- El escenario del tercer encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos es harto familiar: se trata del lago de Genesaret o mar de Tiberíades en cuyos alrededores desarrollara Jesús de manera privilegiada su trabajo como predicador itinerante. El relato inicia con la decisión de Pedro de un como retomar su anterior oficio: «Voy a pescar». Los otros se suman: «También nosotros vamos contigo». Vale apuntar que quienes van con Pedro en la barca no son los Doce: la lista se limita a “Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los de Zebedeo y otros dos de sus discípulos”. Y no es que el autor del cuarto evangelio desconozca la realidad de los Doce, sino que su perspectiva teológica es, con mucho, más amplia que aquella de la tradición sinóptica en cuanto que ha conservado y propone una visión más colegial de la organización de la Iglesia en la que los discípulos —tal es el término preferido por Juan— en conjunto son corresponsables de la continuidad de la obra que al Padre ha encargado a Jesús, y este, su vez, a los suyos.
El relato continúa en el contexto de la pesca con la presencia de un Jesús al que no acaban de reconocer en su realidad nueva y que, como saludo, les dirige unas palabras que no dejan de llamar la atención por la sencillez propia de la cotidianidad en la se mueve el Resucitado: «Muchachos, ¿no tienen nada que comer?». Ante la negativa de los pescadores por el fracaso de su esfuerzo nocturno, Jesús les da instrucciones para conseguir una pesca tan exitosa al punto de no poder arrastrar la red “por la abundancia de peces”. Luego del reconocimiento del Maestro resucitado, la imagen siguiente del relato remite al Jesús anfitrión que, en esta ocasión, ha preparado pan y unas brasas sobre las que asa un pez, a los que añade otros más que pide a los suyos de los ciento cincuenta y tres peces grandes que acaban de obtener. Una vez preparados los alimentos, los discípulos escuchan una palabra de Jesús que, sin duda, tuvieron que haber oído tantas veces de él: «Vengan y coman». Y participan de un gesto que, también, tendría que resultarles familiar: “Viene entonces Jesús, toma el pan y se lo da; y de igual modo el pez”.
He aquí una síntesis magnífica del signo que el Maestro privilegiara al punto de elegirlo como el signo por antonomasia para ser recordado y encontrado: la comensalidad, esto es, el compartir la mesa de manera incluyente para significar y experimentar la presencia de Dios como Padre tal como la anuncia con la praxis del Reino de Dios; la comensalidad que se inscribe en los usos de los banquetes propios del mundo mediterráneo del primer tercio del siglo I que reafirman y legitiman el estatus dentro de un colectivo. Y es que la mesa en común implica el compartir ideas y valores en la esfera de una misma posición social: así y por ejemplo, los fariseos —como otros grupos dentro del judaísmo— se reúnen en cenáculos totalmente excluyentes puesto que la relación exclusiva exige una mesa exclusiva. En contraste, la relación incluyente de Jesús con sus contemporáneos supone una mesa incluyente.
Y en este caso, una experiencia de comensalidad que devuelve a los discípulos su calidad de tales, calidad perdida por abandonar al Maestro en el momento decisivo de su itinerario existencial: el enfrentar y asumir la muerte por la causa del Reino de Dios, por la obra del Padre. Es así que la comensalidad con el Resucitado no sólo rehabilita a los suyos como discípulos a partir de la experiencia del perdón, sino que les reafirma la responsabilidad de la continuidad de la causa del mismo Jesús: la causa de Dios que es al mismo tiempo la causa del hombre que, a partir de la Resurrección, adquiere dimensión universal (cf. H. Küng, Ser cristiano, Madrid 1996).
Ahora bien, esta universalidad de la causa de Jesús no se limita al deseo de inclusión en la vida plena de todos los hombres en cuanto individuos, sino que va más allá: se trata, también —y quizá por sobre todo— de la inclusión de los colectivos que la injusticia y la desigualdad derivada de ella han excluido de la mesa común del bienestar. Participantes del perdón rehabilitador de la comensalidad del Resucitado —que la Iglesia ha mantenido vigente en la Eucaristía— los discípulos que pretendan hoy seguir al Maestro habrán de asumir la responsabilidad de extender la comensalidad en el sentido más cabal y pleno allí donde las cifras de todas la vertientes de la miseria humana gritan la ausencia de Jesús de Nazaret, el crucificado resucitado (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia. Puedes aportar tu escrito enviándolo a eclesalia@gmail.com).
*Después de esto, se manifestó Jesús otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Se manifestó de esta manera. Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Simón Pedro les dice: «Voy a pescar.» Le contestan ellos: «También nosotros vamos contigo.» Fueron y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada. Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Díceles Jesús: «Muchachos, ¿no tienen nada que comer?» Le contestaron: «No.» Él les dijo: «Echen la red a la derecha de la barca y encontraréis.» La echaron, pues, y ya no podían arrastrarla por la abundancia de peces. El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: «Es el Señor». Cuando Simón Pedro oyó «es el Señor», se puso el vestido —pues estaba desnudo— y se lanzó al mar. Los demás discípulos vinieron en la barca, arrastrando la red con los peces; pues no distaban mucho de tierra, sino unos doscientos codos. Nada más saltar a tierra, ven preparadas unas brasas y un pez sobre ellas y pan. Díceles Jesús: «Traigan algunos de los peces que acaban de pescar.» Subió Simón Pedro y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aun siendo tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: «Vengan y coman.» Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres tú?», sabiendo que era el Señor. Viene entonces Jesús, toma el pan y se lo da; y de igual modo el pez. Esta fue ya la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitar de entre los muertos.
Después de haber comido, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?» Le dice él: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Le dice Jesús: «Apacienta mis corderos.» Vuelve a decirle por segunda vez: «Simón de Juan, ¿me amas?» Le dice él: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Le dice Jesús: «Apacienta mis ovejas.» Le dice por tercera vez: «Simón de Juan, ¿me quieres?» Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: «¿Me quieres?» y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero.» Le dice Jesús: «Apacienta mis ovejas.
«En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras.»
Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme».
Jn 21,19-31