CELIBATO Y RELIGIÓN
JOSÉ Mª RIVAS CONDE, CORIMAYO@telefonica.net
MADRID.

ECLESALIA, 15/11/10.- Es difícil, en general, permanecer siempre conscientes del efecto promocional de la anteposición “racista” de la continencia a la castidad. Esa que a todos nos llega soterrada en el leguaje común y en el eclesiástico, como expuse en mi escrito anterior, “El celibato en declive inadvertido” (ECLESALIA, 25/10/10). También, evitar por completo su influjo en nuestro hablar y en nuestra vida. Pero mucho más lo es para los que han nacido en hogares de ferviente o esmerada práctica religiosa, que se tienen por semillero fértil de vocaciones. Esa mayor dificultad deriva de la profunda huella que deja para toda la vida lo recibido durante la infancia al calor de la confianza ciega en los padres, propia de esa edad; y de todo lo que bulle de esa anteposición, en la propia vida de éstos y en los contenidos religiosos que trasmiten a sus hijos con la mejor de las voluntades.

Lo común en esos hogares es que los hijos inhalen de continuo la dócil naturalidad con que sus padres se creen los segundones del cristianismo, y no sólo de la iglesia, nada más que por vivir matrimonialmente. Los padres, en efecto, también heredaron la creencia de ser lo más perfecto la continencia absoluta, y el matrimonio una como “concesión” a los incapaces de todo; una como espita de la impura concupiscencia, su aliviadero legitimado en previsión de males mayores y por necesidad de la supervivencia del hombre.

Cierto que de pequeño no sabe uno qué será eso de la concupiscencia. Pero al empezar a enterarse, no tarda en captarse que con ella se alude a una inclinación natural hacia lo malo, entre lo cual se incluye la sexualidad con calificación peyorativa por lo común. Inclinación que se enseña herencia del pecado original actuante en todo hombre, menos en María Santísima, que fue concebida sin él.

El dogma, aunque exclusivamente se refiere al hecho de su concepción, sin embargo en todas partes, y más en esos hogares, se vive extrapolado a la “pureza”, como fácilmente puede constatarse. Pureza que se entiende tanto en sentido propio de ausencia de cualquier pecado, como en el abusivo de carencia de sexualidad. La extrapolación, incluso queda reflejada en la misma abreviación genérica de la advocación, sin determinantes, en sólo “La Inmaculada” y en su sinónimo “La Purísima”.

En virtud de esa extrapolación, sus imágenes y estampas, tan presentes en la devoción popular y familiar, se han convertido en símbolo y como emblema del ideal cristiano de la “pureza” y en estímulo iconográfico presente en esos hogares y en la cartera de más de un joven. “Pureza”, repito, hasta en el sentido, latente y usual por lo común, de ausencia de sexualidad, creída, como poco, turbiedad, deslustre, empañamiento, ajamiento, etc. de la propia persona; no sólo de su cristianismo. Ni se advierte o recuerda, si es que no se ignora, que la sexualidad no es inmunda en sí misma; sino obra buena del Creador.

El mismo dogma de la virginidad de María Santísima, tan vivido también desde niño, no se expone ni profesa como simple excepción extraordinaria a causa de motivos singulares; sino además, como título de grandeza y gloria suyas. Hasta el punto de sentir muchos su negación, no simplemente como herejía –tal cual se siente, por ejemplo, negar la presencia de Jesús en la Eucaristía–; sino además como ultraje, como si se la rebajara poco menos que a prostituta o a mujer manchada o ajada con la “concupiscencia”, si es que prefiere usarse este cuasieufemismo teológico de lujuria.

Si se prescinde de los influjos de época y de la psicología del neoconverso, cabría tomar como puesta en escena, representativa de esa frecuente sensación de ofensa, la duda de Ignacio de Loyola sobre si matar o no al moro con el que caminaba, por negarle éste que María Santísima hubiera permanecido virgen después de nacer Jesús. Hasta podría componerse un como auto sacramental. Habría que adaptarlo a nuestra época, que parece un tanto más civilizada. Ahora ya no se piensa en matar por eso; pero sí en actuaciones “eficaces” en salvaguarda de esta “honra” de la Madre de Dios.

La afirmada condición glorificante de la virginidad nos llega incluso a través de textos litúrgicos usados con relativa frecuencia. Como el “Prefacio I” para las fiestas de Santa María Virgen: «Porque ella concibió a tu único Hijo […] y “sin perder la gloria de su virginidad” derramó…». Así; pese a no poder ser ante Dios la virginidad motivo de honor ni de gloria para nadie. Lo contrario obliga concluir, como mínimo, que no fue del todo bueno el matrimonio “normal” por Él establecido, ni que con él pretendiera de veras la existencia cabal del hombre a su paso por la tierra; sino tenderle una trampa para su mengua o detrimento. Porque no cabe pensar que a Él le escapara el detalle, como si hubiera estado en Babia al modelar al hombre.

Consideradas en sí mismas, es decir, al margen de si son o no designio divino para alguien en concreto, la virginidad y su falta no pasan de realidad física y cosa de este mundo, tanto como que una flor acabe intacta sus días o convertida en fruto. La cuestión se parece un tanto al enlazamiento que hizo Pablo de la afrenta y la honra con el hecho de cortarse o no el cabello. No pasaba como mucho de enseñanza de la «misma naturaleza», como dijo él (1Cor 11,14-15), o de prejuicio cultural de época, como diríamos nosotros.

La virginidad es lo propio del soltero y la relación sexual lo es del unido en matrimonio, a menos que medie un designio muy particular de Dios, como en el caso de María y José. La estimación genérica de la virginidad por encima del tenerla “rapada al cero” por la casta conyugalidad, es emanación del hedor que en mi anterior escrito dije que ha dejado la pervivencia hasta principios del siglo pasado de la aberrante doctrina del papa Siricio.

Sin embargo, con la atrofia producida de creer aroma ese hedor, a muchos les suena casi a blasfemia negar, no ya la virginidad de María Santísima, sino sólo que la misma sea motivo de gloria para Ella. Pero es así; y con mayor razón que no glorificarla ni engrandecerla, a juicio del mismo Jesús, el hecho también físico y propio de la vida humana en la tierra, de haberle llevado en su vientre y haberle amamantado (Mt 12,48-50; Lc 11,27-28). Lo único que según Él la engrande es haber atendido al mensaje divino en sus actos. Es lo que Ella hizo como una sierva más, con conciencia de su condición de simple esclava ante Dios (Lc 1,38). Y nosotros, si de veras creemos en Jesús, Hijo de Dios y Mesías, no podemos tomarnos sus palabras solamente a título de inventario.

Todas las glorias que contradicen esas palabras o las exceden, son simple invento socio-religioso, nacido de la inclinación del hombre a poner su grandeza y valía sustantivas en realidades y hechos excepcionales de este mundo, aunque al final de cuentas sean vanidad de vanidades y del todo intrascendentes para la vida eterna, salvo cuando con ello se auxilia y socorre al necesitado.

Nadie se “engrandece” sustantivamente a sí mismo por el hecho material de ser virgen, ni por nada de este mundo por muy hazañoso que fuere. Servirá como mucho para gloria ante los hombres y la sociedad, incluso con galardón de condecoraciones y homenajes. Pero todo esto se queda de este lado de la muerte. La gloria real de una persona se da tan sólo en tanto en cuanto acoja la palabra divina en sus obras; aunque ignore, o incluso niegue en alarde de ateísmo, que eso es precisamente lo que anda haciendo.

El pasarse la vida diciendo «¡Señor, Señor!» (Mt 7,21) o incluso proclamándolo y saboreándolo en la afirmada y presupuesta unidad afectiva del llamado “corazón indiviso”, sirve según Pablo para una mayor dicha en este mundo (1Cor 7,40) y como camino más expedito por lo general para el asiduo trato familiar con el Señor aquí y ahora (v. 35); pero no será lo que cuente para recibir la bendición final de Jesús, que pone en posesión del Reino (Mt 25,34-40).

Que la conyugalidad casta común –hablo de la cristiana ideal– constituya un deterioro incluso humano de la persona, es idea que también nos llega casi expresa, por no decir del todo, en otro texto litúrgico, como es el de la “Oración sobre las Ofrendas” del común de las misas para las fiestas de María Santísima: «el que al nacer de la Virgen “no menoscabó la integridad” de su Madre…».

La frase carece obviamente de sentido al margen de la suposición de ser menoscabo de la integridad de la mujer la maternidad natural. Es suposición nada baladí; sino seriamente opuesta a la fe, que tanto he venido recordando, en el acierto del Creador al modelar al hombre enmarcado por lo general o como condicionado en este mundo a la vida sexual (Ge 1,31; 2,18). Opuesta también al honor, que no al vituperio, en que debe ser tenido el matrimonio (Heb 13,4). Pero ahí está la frase… –toléreseme la expresión– como “mosquita muerta”, incitando sin decirlo a virginidad y celibato a quien anhela y busca su propia plenitud.

Esa misma anteposición es también contexto de la devoción a los santos propuestos como modelos de la juventud. Igual que en la tenida a San José, el casto esposo de la Madre de Dios, patrono por cierto de los seminarios. Es común enaltecer en ellos su castidad en razón de la virginidad o continencia que vivieron y esto, a tenor de lo razonado en mi escrito anterior, es exaltación análoga a la del hombre a causa de su raza.

A la vista de lo expuesto, no resulta razonable excluir a priori que un número no despreciable de creyentes lleguen de muy buena fe, pero equivocados, al compromiso de virginidad o celibato. Más, entre los que hay de hecho que valoran el celibato como simple peaje ineludible del orden sacerdotal, objeto primario de su ilusión. Que su anhelo sea de lo más evangélico no aminora el riesgo de decisión errada y que ésta sea básicamente libre nada tiene que ver con su acierto o error. Pero el riesgo puede que aumente, si se tiene lo evangélico entremezclado con la escoria de intereses de este mundo, que, aun siendo legítimos en sí mismos, no dejan de contaminarlo. Me refiero al deseo de mejorar la propia situación económica y social. De todo hay en la vida y en esto se da una muy amplia gama de intensidades.

Con las implicaciones y resonancias “religiosas” que ello tiene entre los creyentes, parece impracticable el barrido directo de todo lo que propaga y alimenta la “racista” y perniciosa anteposición de la continencia a la castidad. Pero mientras se dé, no dejará por un lado de alimentarse el manso complejo de inferioridad cristiana, que padecen tantos casados, y por otro, de que la criba selectiva de candidatos al sacerdocio tenga, si no “resquicios para el error, sí embudos”…

Parece que lo más expeditivo sería acabar con la ley del celibato. Ella induce a esa anteposición incluso ahora, cuando ya no se justifica explícitamente por la “grandeza“ de la continencia. Las razones modernas, aunque no pasen en el mejor de los casos, de conveniencias humanas para la vida y actividad incluso laica que se tenga, sin embargo no dejan de afirmarse de una u otra forma perfectivas de la fidelidad al Evangelio. Pero no tienen más valor que el instrumental relativo a cada persona. Lo transportaré al tema de la oración: la postura, hora, lugar, etc. no la perfeccionan, aunque para centrarse en ella a unos les ayuden unos y a otros, otros.

Hablo de acabar con la ley, tal cual lo hizo la iglesia persa del siglo V. Lo recordé en “El celibato denostable” (ECLESALIA, 06/07/10). Esto es: aboliendo hasta la más mínima restricción clerogámica incluida en la disciplina celibataria. Ésta, hasta el Vaticano II la reconoció sobreañadida por precepto eclesiástico a lo que se nos enseñó desde el principio (P.O. 16) y no hay quien niegue su derogabilidad. En razón de ésta es por lo que ese precepto resulta irrelevante en relación a la salvación. Por lo expuesto en mi primer escrito, “¿No será que en la Iglesia no hay autoridad?” (ECLESALIA, 16/10/09). Pasados ya año y días, lo recordaré en síntesis: es contradictorio, herético y blasfemo afirmar condicionante de la salvación eterna ley que no es eterna, sino derogable. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).