A PROPÓSITO DE UN CUENTO SUFÍ
Del terror de antaño al amor de hogaño
JUAN DE BURGOS ROMÁN, jgudor@gmail.com
MADRID.
ECLESALIA, 29/06/20.- Todo esto empezó con un cuento sufí que nos contaron a los dos, a mi amigo Ubaldo y a mí. El cuento decía así: La abuela le pregunta al nieto que si reza las oraciones de la noche, el nieto responde que, ¡por supuesto!, sí que las reza; luego, la abuela le pregunta que si reza por las mañanas, a lo que el chiquillo responde que no, que por la mañana él no tiene miedo.
Al oír el cuento, Ubaldo quedó pensativo y, al poco, me confeso que, a él, durante muchos años, le atenazaron los miedos a la hora de irse a dormir, como al muchacho del cuento, y pedía, con todas sus fuerzas, llegar vivo al amanecer del siguiente día. Y es que tenía pavor a morir en la noche y verse, entonces, en el Juicio Final, donde el Hijo de hombre le preguntaría: ¿Me diste de comer?, ¿me diste de beber?, ¿me vestiste?, ¿me visitaste?,… y temía que la sentencia del tal juicio fuese: ¡Apártate de mí, maldito, ve al fuego eterno!
Para Ubaldo, según él me dijo entonces, Dios era, antaño, el Dios tronante del antiguo testamento, inflexible, aterrador, inmisericorde. Era aquel Dios que, en el Diluvio Universal, ahogó a toda la humanidad, menos a Noe y su familia (ocho personas); era el Dios que hizo arder a Sodoma y a Gomorra, por los actos pecaminosos que allí se realizaban, matando a todos sus habitantes, menos a la familia de Lot (sólo cuatro personas, aunque a la mujer de Lot la convirtió luego en estatua de sal, por el gran pecado de volverse a mirar lo que pasaba); también era el Dios que ahogó en el mar Rojo al faraón y a todo su gran ejército, por perseguir a los israelitas. Y, respecto del juicio Final, Ubaldo estimaba que Mateo 25,31-45 era un texto que describía, con total veracidad, lo que ocurriría al final de los tiempos, con el Hijo del Hombre, sentado en su trono, allá en lo alto, a lo lejos, juzgando a toda la humanidad, premiando a unos y castigando a otros. Y Ubaldo se veía, en aquel entonces, entre estos últimos.
Al ver Ubaldo que lo que él me decía despertaba mi interés, decidió continuar con ello y creyó oportuno contarme el siguiente acaecimiento: Una tarde, bendita tarde aquella, me dijo Ubaldo, aconteció algo totalmente inesperado para él: Su padre, ya anciano, del que llevaba mucho tiempo alejado, a pesar de que vivían juntos, viendo que la vida se le iba, suscitó una conversación entre ellos dos. Estaban ambos sentados, bajo el emparrado que tenían para dar frescor al pequeño patio de su casa; su padre comenzó a hablar y lo hizo con el corazón en la mano. Hablaron de todo, de los buenos y de los malos momentos, salió a la luz todo lo que estaba mal enterrado, se ventilaron malentendidos añosos, algunos de la época de su niñez, se perdonaron ofensas, reales o quizá imaginadas, que corroían guardadas desde muy antiguo en lo profundo y, al final, lloraron con la emoción que produce el saberse perdonado y con la alegría que da el quitarse de encima un fardo pesado. Ya al alba, terminaron con un abrazo, abrazo al que poco le faltó para ser eterno.
A partir de aquel reencuentro con su padre, vino a acontecer algo inesperado: comenzó, me dijo Ubaldo, a cambiar la imagen que él tenía de Dios, empezó a ver a Dios con otros ojos; y vino esto a suceder poco a poco, sin él buscarlo, apaciblemente. Y es que, a raíz de haber redescubierto el amor de su padre, empezó a rebrotar en él el amor del Padre Dios, que fue desplazando, lentamente, al temor que sentía al Dios-Tronante, temor este que le había tenido fuertemente agarrado desde mucho tiempo atrás. Y vino así a ocurrir que, al poco, ya sin aquel miedo atroz a ser condenado por sus muchas maldades, volvió a dormir plácidamente, como antaño, como cuando era un niño.
Y no es que hubiera pasado él a creer que Dios había dejado de ser justo, que no, que no dudaba de la justicia divina, que lo que le ocurrió fue que había pasado a entender la justicia de Dios de manera muy distinta. Hasta entonces, Ubaldo había tenido la percepción de que Dios, por tener que juzgar a las gentes, se veía obligado a no poder ser todo lo amoroso que podría haber sido, si no tuviera que verse impartiendo justicia. Algo así como si, en Dios, lo de ser justo fuese una exigencia, una imposición que le obligaba a limitarse en el ejercicio del amor. Ahora, sin embargo, entendía que la justicia divina, como todo en Dios, no podía ser otra cosa que una manifestación del gran amor que Dios nos tiene. Así que, como el amor de Dios había pasado a ser, para Ubaldo, lo realmente definitorio en Dios, venía a suceder que el modo que tenía Dios de ejercer la justicia era, en la actual percepción de Ubaldo, una manifestación de su modo de ser amoroso.
Ubaldo me sorprendió entonces con un relato que se me antojó extemporáneo. Me contó algo que le había ocurrido hacía muchos años, cuando aún era un chiquillo. La cosa acaeció al comenzar un verano; en aquella época, él tenía un genio endiablado, todo le sentaba mal y no dejaba de importunar a los de su casa. Y fue que, buen día, le llamó su abuelo Evaristo para hablar un rato con él; tal y como estaban las cosas, temió que le fuera a regañar severamente, pero no fue así, que su abuelo, todo cariñoso, le dijo que le invitaba a irse los dos juntos a conocer el mar, que él era de tierra adentro y nunca había salido de allí. Y el abuelo Evaristo se puso entonces a describirle cómo era el mar: le habló de los acantilados, de las playas, de la brisa marina, de los temporales con sus grandes olas; ¡qué bien lo iban a pasar los dos durante unos días!, le dijo el abuelo. Y así fue, que aún hoy guardaba excelentes recuerdos de aquel viaje maravilloso.
Después, Ubaldo me dijo que, ahora, él estaba totalmente convencido de que, cuando fuera llamado al Juicio Final, le iba a ocurrir lo mismo que le ocurrió con su abuelo Evaristo. Y era que había pasado a percibir el Juicio Final de otro modo muy distinto al de tiempos pasados. Se imaginaba que conversaría con Jesús de Nazaret, al frescor de un emparrado, como él de su casa, y que escucharía con igual arrobo que cuando su abuelo Evaristo le habló del mar: estaría aturdido al descubrir que nunca estuvieron separados, aunque muchas veces él lo había creído; estaría boquiabierto al verse perdonado, perdonado aun antes de haberlo pedido él; estaría absorto instruyéndose en el amor, perdiendo miedos, afianzándose en lo valioso, tomando para sí lo que es verdadero, rechazando lo falso. No sabía Ubaldo, me dijo él, si este modo suyo de percibir el Juicio Final era cosa heterodoxa, pero no parecía que ello le preocupara demasiado.
Aquello de que “Dios recompensa a los que se portan bien y castiga a los que hacen el mal”, que tanto tiempo le tuvo atemorizado, había pasado a ser, para él, un verdadero contradiós, un gran malentendido, una lamentable tergiversación, una equivocación espeluznante; los estudiosos de los Evangelios deberían aclararlo, decía, aunque algo, estimaba Ubaldo, ya había al respecto. Y es que somos tan torpes, decía él, que hemos llegado a creer que Dios ejerce la justicia aplicando los mismos criterios que utilizamos por estas bajuras nuestras.
Ubaldo no concebía a Dios más que dando cosas buenas, a todos, no solo a los buenos, porque son buenos, sino también a los malos, a pesar de su maldad, que los malos son ellos y no Dios, que Dios es bueno, muy bueno. Había llegado a ver con claridad que Dios da, a cada uno, lo que necesita, con independencia de lo que se pudiera él merecer, que eso es lo que hizo el dueño de la viña, él de la parábola de Mateo 20:1-16, con los obreros: a cada uno de ellos le dio un denario, que lo estaban necesitando, aunque muchos no se lo habían ganado.
Y ya, cuando estábamos a punto de despedirnos, Ubaldo fue y me dijo que, cuando se esté hablando de lo que nos puede acaecer al final de los tiempos, no estaría nada mal alterar un poco el modo de expresar lo que se proclama en Mateo 7,9-11, dejándolo así: ¿Quién de vosotros, si su hijo le pide participar de la fiesta, le mandaría a hacer trabajos forzados? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan! Y concluía Ubaldo: Cuando lleguemos a la presencia del Padre y pidamos participar de la gran fiesta que es vivir con Él, es seguro que no nos apartara de sí, que ello sería peor que ir a trabajos forzados (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).