PERO YO LES DIGO… II
A propósito de Mt 5,38-48*
JOSÉ RAFAEL RUZ VILLAMIL, ruzvillamil@gmail.com
YUCATÁN (MÉXICO).

ECLESALIA, 27/03/23.- La ley del talión —así llamada por derivar del latín tallos o tale: idéntico— es, ya se sabe, uno de los preceptos más antiguos conocidos: la referencia obligada es el Código de Hammurabi, datado hacia el siglo XVIII a. C. La ley de Israel lo incorpora a su corpus en, por así decir, tres versiones: Lv 24,18-20; Ex 21,23-25 y Dt 19,21, siendo la última la más conocida por escueta y breve: “Vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie”.  La finalidad del talión en la Escritura es la misma que se le atribuye en todas las legislaciones que la incluyen: limitar la venganza, impedir que el resarcimiento sea desproporcionado. Y es que en el mismo Antiguo Testamento se encuentran textos de este tenor: «Adá y Silá, oíd mi voz; mujeres de Lámec, escuchad mi palabra: Yo maté a un hombre por una herida que me hizo y a un muchacho por un cardenal que recibí. Caín será vengado siete veces, mas Lámec lo será setenta y siete.» (Gn 4,23-24).

Pues bien, la exigencia del Maestro a sus discípulos es la renuncia total, absoluta a la venganza, más aún a la violencia, exigencia que él mismo desarrolla en tres metáforas y una orden. Y es que “la bofetada en la mejilla derecha constituía un insulto tan humillante como ser demandado ante los tribunales o ser obligado a transportar pertrechos militares durante kilómetro y medio”. (así B. J. Malina, R. L. Rohrbaugh, Los evangelios sinópticos y la cultura mediterránea del siglo I, Estella 1996). Estas agresiones, además, suponen el contexto de un colectivo ya que el desquite es, también, asunto de la comunidad que interviene en defensa del agraviado: renunciar, entonces, no sólo a la venganza, sino a la defensa a la que se tiene derecho. Con todo, Jesús no exige a sus discípulos el ser estúpidos: tanto ofrecer la mejilla izquierda, como la túnica además del manto y el caminar dos millas intenta dejar estupefacto al agresor y, correlativamente, paralizado al romper la escalada lógica de la violencia.

Y aunque la tradición joánica es no sólo diferente sino, de algún modo, independiente de la tradición sinóptica, resulta imposible no mencionar el momento que recuerda el evangelio de Juan (18,22-23)en relación con la reacción del Galileo a una bofetada:“… uno de los guardias, que allí estaba, dio una bofetada a Jesús, diciendo: «¿Así contestas al sumo sacerdote?» Jesús le respondió: «Si he hablado mal, declara lo que está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas.»”.

Por último, la defensa a ultranza de la propiedad personal o privada —tantas veces basada en supuestos análisis en relación con lo justo o no de dar—, salta por los aires ante la orden sencilla y estricta del Maestro: «A quien te pida da…».

Es más que probable que la exigencia de Jesús a los suyos de amar a los enemigos sea la más difícil, la más exigente, la más radical. Y es que a los enemigos se les odia, tal y como viene mencionado; sin embargo, hay que decir que ningún texto de la escritura habla de odiar. Sí, en cambio, tal propuesta se encuentra en los escritos de Qumrán: en efecto, en el documento conocido como Regla de la Comunidad (1QS) se lee “…para amar a todos los hijos de la luz, cada uno según su lote en el plan de Dios, y odiar a todos los hijos de las tinieblas, cada uno según su culpa en la venganza de Dios”. Sólo puede elucubrarse qué tan extendido, qué tanto peso tenía entonces el pensamiento esenio, pero encontrarlo, así fuera en sentido negativo, en las palabras del Maestro deja que pensar.

Con todo, la cuestión ardua resulta ser, más bien, el amor a los enemigos. Ante todo, vale recordar que, cuando los primeros predicadores hubieron de traducir a la lengua griega el arameo hablado por Jesús, eligieron, de entre los tres verbos posibles para decir amor, el verbo agapáo que, muy a diferencia de filéo y eráo, dice la relación serena de aprecio y aceptación amistosa, y en cuanto viene a traducir el hebreo dabaq, que literalmente significa “pegarse a”, tiene connotación de adhesión y de fidelidad. Vale entonces subrayar —y habrá que hacerlo una y mil veces— que en modo alguno se trata de sentimientos. En cuanto al enemigo —exthros—, en primer término, hay que tener en cuenta que “para un campesino, enemigos son todos cuantos tratan de quitarle lo que es legítimamente suyo. Son quienes destruyen su honor, le quitan las tierras, socavan las relaciones de su familia y amenazan a sus mujeres. Y poca diferencia había si se trataba de romanos, de las clases dirigentes de Jerusalén o de vecinos peligrosos”. (así B. J. Malina, R. L. Rohrbaugh op. cit.). En segundo término y ampliando el círculo del campesinado, resulta que los enemigos por antonomasia vienen a ser —¡también!—los romanos y los colaboracionistas judíos de la ocupación, básicamente miembros que dela aristocracia jerosolimitana, en tanto que, para ese momento histórico, son la fuente de cuanta calamidad aflige al Israel del primer tercio del siglo I.

En este contexto —o en cualquier otro equivalente— sí que resulta harto difícil el amor a los enemigos, el poner a Dios en ellos con la oración. Y sin embargo es la condición que Jesús de Nazaret pone a sus discípulos para ser hijos del Padre, más aún, para ser perfectos como el Padre es perfecto. En este punto no deja de llamar la atención la idea de perfección del Maestro: no habla Jesús de virtudes heroicas, no se refiere el Galileo a la práctica de preceptos morales ni a penitencias o autoflagelaciones. Se trata de hacer propia la mirada de Dios: una mirada que no discrimina, que no hace distinciones; un Padre que acepta como hijos tanto a los buenos como a los malos al punto de hacer salir el Sol sobre todos; un Padre que solo sabe hacer llover tanto sobre los justos como sobre los injustos. Es verdaderamente una otra idea de perfección, es verdaderamente una otra idea de Dios. Es, sin duda, una de las palabras más luminosas de Jesús.

¿Puede inferirse que el extremo de amar a los enemigos es un movimiento interior traducido en praxis para lograr la igualdad fraterna? Y es que anular las enemistades que hacen a los seres humanos diferentes trocándolas por un horizonte de igualdad es la mejor —si no la única— posibilidad para acabar con las disensiones que existen desde el seno de las familias hasta la desarmonía entre las naciones.

Insistir en las diferencias tiene que acabar en enemistad y persecución. Albergar convicciones de igualdad bien puede ser el principio de la paz. Para esto deja el Maestro el paradigma de la perfección del Padre. Para esto mismo nos exige a sus discípulos y discípulas: «Ustedes, pues, sean perfectos como es perfecto su Padre celestial» (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia. Puedes aportar tu escrito enviándolo a eclesalia@gmail.com).

«Han oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo les digo: no resistan al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla vete con él dos. A quien te pida da, y al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda.»

«Han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo les digo: Amen a sus enemigos y rueguen por los que los persigan, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si aman a los que los aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludan más que a sus hermanos, ¿qué hacen de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Ustedes, pues, sean perfectos como es perfecto su Padre celestial.»

Mt 5,38-48